Cuento «Carta al hijo de Macedonio Granja» por Habacuc Antonio De Rosario

Querido hijo de Granja:

¿A dónde me ha llevado el insomnio? Hace unas horas estaba caminando con tu papá y ahora me encuentro escribiéndote. Más que mis buenas intenciones debo aclarar que el regreso solitario a casa no calmó la exaltación de saber que tengo a un buen amigo para ocultarle cosas. Conocí a tu papá cuando tú tenías seis años y se acababa de enterar de que no podría verte más. Estaba desesperado, odiándolo todo pero a la vez aferrándose con entusiasmo a cualquier cosa para no ser succionado por el huracán insaciable y destripador en el que el mundo se le había convertido, porque, así como perdió el goce del ejercicio de la paternidad, como si en el forcejeo se le hubiese caído el kit básico de supervivencia en sociedad, al tiempo cortó con su novia, fue despedido del trabajo y fue condenado, con la presunción típica de la gente de ese país, por su círculo de amistades. La noche en que lo conocí fue la misma noche en la que me habló de ti. Acababa de regresar a México y coincidimos en una reunión en la que terminamos discutiendo sobre papás como si se tratara de una horda de harapientos y desorganizados cuya presencia cada vez molesta menos a los gendarmes. Los describimos como hombres furibundos que no nos explican nada, obsesionados, confundidos y ansiosos, nos atrevimos incluso a llamarlos disipados; pero a la vez bragados, de ceño decidido y sumamente peligrosos. Él alegó que había fallado en ese deber descomunal y yo me quejé de que mi papá había fallado en esa simple tarea.

A mi juicio, una buena amistad se parece a un chubasco inesperado en boda de jardín. Esa noche, el pesar de tu papá me hubiese significado mal carácter o pobreza de costumbres, porque cuando un desconocido te oculta información, como marca el hábito, el juicio solo se basa en estereotipos y, aunque éstos sirven para las relaciones comerciales, pertenecen al juego de ficción más bobo sobre relaciones humanas. Recuerdo que sin motivo más aparente que una erupción nostálgica en la epidermis, o la siempre dictatorial asociación de ideas, comencé a hablarle a tu papá sobre mi papá. Tres cápsulas eran las que andaba masticando: 1. La capacidad de sorprenderse a sí mismo (y a la familia) cada día: múltiples oficios, pasatiempos y accidentes de cualquier tipo. 2. El palazo que le metió en el rostro a un contrincante de carambola cuando se le dejaba venir enseñándole el filo de una navaja, después de un paseo pomposo de la bola por tres bandas. Y 3. El día que estampé el carro contra la mejilla de una tortillería y terminé en el hospital, me hicieron exámenes y me despidieron con la promesa de que me iba a recuperar. Recuerdo que me levanté de la camilla adolorido, recapitulando, y avanzaba cojeando hacia la salida cuando mi papá me soltó una frase que nunca olvidaré: si no tenías nada, entonces por qué dejaste que se armara tanto teatro. No respondí, y una vez afuera, me tomó del brazo para ayudarme a cruzar la calle hasta el estacionamiento. Así le describí a mi papá: un tipo desbocado con apariencia mansa. Cuando terminé de hablar, tu papá me dijo que ya era papá, tal vez para aclararme que había alcanzado, con desvelos y pañales apestosos, otra perspectiva. Me dijo que esperara un momento y se paró por otra botella de vino. Yo me quedé pensando en cómo se vería la vida después de limpiarle la mierda entre las nalgas a un criaturita, de cómo sería soltarla a sus primeros pasos, o salvarla de tantos golpes mortales. ¿Se sentirá de súbito la capacidad de perdonarlo todo? Yo que soy tan besucón, ¿sentiré la necesidad de besarle sus piecitos o su cuellito? Regresó con la botella en una mano y el sacacorchos en la otra. Como pausa comercial dijo que el ritual de sacar el corcho le parecía uno de los más simbólicos, así es tu papá, dice cosas raras todo el tiempo. Dijo que le han recomendado vinos que no compra solamente porque no hay que descorcharlos. La operación le recordaba los grandes rituales que no son importantes por el ritual mismo sino por lo que libera, y que tiene poco o nada que ver con el culto, desemboque inevitable de dicha palabra en el diccionario. Así lo dijo él: cada vez que rompo los sellos de la alianza y procedo al descorche, con devoción y pachorra, me la pela el nihilismo. Llenó un par de vasos y me explicó que no podía verte más y que todavía no comprendía el sentimiento que le había brotado en el mismo momento en que escuchó esas palabras. Sobre todo: no se podía responder cómo podían ser los dos víctimas de una mutua inocencia.

Ahora las palabras de tu papá me significan diferente, y ya temo al otro significado que en un tiempo alcanzarán. Así son las palabras. Por ejemplo, tu papá me contó que no se permitió despedirse porque sabía que tú, que eras solo un niño, escucharías todo lo que él dijera hasta tomarlo como un decreto preeminente. Aunque se culpa, sabe bien que solo podía decir cosas cargadas de dolor o dispuestas para aliviar el dolor pero con fuertes efectos secundarios. El caso es que no quería que te despecharas y todavía anda buscando las palabras justas para la separación. ¿Sabías que hay asociaciones con ese fin? Yo apunté que mi papá siempre se mostró insensible con sus comentarios y actitudes. Luego tu papá dijo que desde que tijereteó el cordón umbilical que te unía a tu mamá, tuvo miedo de influir negativamente en ti, de que te convirtieras en un holograma de sus errores, hasta que un día le reprocharas, como Kafka a su papá, que precisamente por ser tan parecido a él una grieta entre los dos se había abierto, separándolos cada vez una zancada más. Entonces le aclaré que ya varias veces había pensado que todo lo que hago es para acercarme o para alejarme de mi papá. Luego tu papá, para balancear el guateque, también enumeró tres momentos que catalogó de inolvidables: 1. Ante su presencia nunca llorabas, te caías y de inmediato te levantabas, comprimías el dolor en terrones que guardabas para dejarlos caer en el café de tu mamá o de tu abuela. 2. Cuando aprendiste a andar en bicicleta sin llantitas y quisiste ir al parque de skate, observaron las rampas y cerritos y comenzaste, sin anunciar nada, a subir, jalando la bici, a la cima más alta porque querías dejarte ir en su feroz bajada. Tu papá te invitó a circular primero, a que pasaras sobre las rampitas pequeñas y los escaloncitos, a que reconocieras el terreno, y luego, con algo de práctica, intentarás una a una, y en escala ascendente, las pendientes. Pero te negaste, dijiste que primero la más alta y te valió madres. Tu papá estaba zurrándose de miedo en la orilla, enterándose de que eras exactamente como él. Y 3. El momento hermoso cuando le buscabas la mano para cruzar la calle, un parpadeo en el que tu rebeldía natural jugaba a dejarse llevar, y él se sentía digno. Así estuvimos, después de un suspiro le dije que tenía mil y una historias sobre mi papá, y él respondió que tenía mil y una historias donde tú eras el gran protagonista, sonrisas tristonas, hasta que concluimos que sería una mentira asegurar que pensamos en ustedes todo el tiempo, solo lo hacemos cada vez que cruzamos una calle.

Aunque miro a tu papá seguido, volví a repasar nuestro primer encuentro apenas anoche, cuando una muchacha me dijo que estaba embarazada y que el bebé ya había alcanzado el tamaño de una manzana. Mientras ella describía sensaciones, yo recordaba, como si el tiempo pasara gateando, el vino con sabores a fruta y a roble que compartimos aquella ocasión tu papá y yo. Y que después de la cata punzante tuve que volver a mirarlo todo, a repasar en silencio el alucinante esbozo de dos obsesiones: las tachitas marcadas sobre un mapa de herencias y circunstancias. Un mapa con muchas calles, infinidad de calles que pasan al costado de campos de futbol y frente a oficinas anónimas pero anunciadas con neón. Un mapa que no sirve para planificar la ruta, ni para comprenderse, ni para reconstruir, sino para señalar que en todos los mapas que desdoblamos con desesperación buscando el camino correcto en la relación padre-hijo solo hay un código de ruta: la imprudencia.

Yo no esperaba todavía una noticia así. Aunque hay cosas que uno puede llegar a desear hay escuelas donde uno aprende a no esperarlas empaquetadas como noticia. Ahí estaba la muchacha hablándome mientras me surgían unas corrientes de pensamientos desde el tanque de suero de texto donde flota mi esencia, ahí donde una familia de axolotes se pelea por mordisquear cada clavado que se avienta la realidad. Y vi a tu papá al borde de una acera de esa ciudad europea, y vi a mi papá al borde de una acera mexicana, y vi a otros papás sin rostro queriendo cruzar la calle que lo provoca todo. Los vi esperando con precaución el momento justo para el acto, ¡ignorantes de que detrás de cada acto se esconde una imprudencia salvaje! Los vi alargando la mano para encontrar una manita abierta en el aire, una manita impaciente por sostener algo por encima de ellos, capilla Sixtina si tú quieres. Pero no dije nada de esto. La muchacha sonreía y se frotaba la barriga como marca el canon. Tampoco mencioné que recordé aquella pregunta de niños propuesta por adultos de humor retorcido: ¿por qué la gallina cruzó la calle? Mucho menos sugerí la posible respuesta de Borges: por sospecha, para evitar la entrada del laberinto, ignorante de que aventurarse a cruzar la calle es una suficiente entrada a él. O la de Cortázar: porque alguien leía el cuento de una gallina que cruza la calle antes de encontrarle para asesinarle. O que Burroughs respondería con otra pregunta: ¿por qué combatir la voluntad de hacerlo? O que la gallina de Melville diría que preferiría no hacerlo. O que Kerouac diría que es porque le gusta estar en la carretera. O Beckett: pues para esperar a Godot. O, con enérgico desdén, Shakespeare, nos aseguraría que andamos algo perdidos y que esa no es precisamente la pinche cuestión. La muchacha hacía cuentas, deshojaba calendarios, se entusiasmaba. Y mientras yo recordaba a tu papá levantando la copa y saludándome como si estuviésemos ante una hazaña. Y pensaba en el artificio kafkiano de que un hombre, una mañana al despertarse, se descubre el nacimiento de plumas ralas sobre la piel, alas en vez de brazos y un cacaraqueo afónico sobre la voz. Restándole, en su minuciosa narración, importancia al acto de cruzar la calle pero sin olvidar que es la idea, y forzándonos el enfoque sobre el tormento transformador de la gallina. Pero, repito, no dije nada de esto. Luego, aunque no hablaba, me callé y busqué mi copa, y la muchacha se disculpó por segunda vez para ir al baño, y con el espacio que se abrió entre nosotros pude mirarle la pancita, un bultito que todavía podía pasar como la cena en digestión. Pensé que no había esperado a mi reacción o yo me había distraído demasiado, y durante toda su ausencia me quedé contemplando la calle a través de la ventana, pensando en lo que debía decir a continuación.

Tu papá dijo que era curioso que los dos recordáramos, yo a mi papá y él a ti, su precioso hijo, en el contexto de un mismo acto, al borde de la calle, antes de dar el paso de deber, de aventura, de entretenimiento, de educación, de visión, de crecimiento, de ficción o de locura si es que cabe. Y yo le dije que tal vez no tenía nada de rara la coincidencia, así sea que el hijo ve al papá como el gran guía y el papá ve al hijo como la responsabilidad que le permite seguir, o lo contrario como sucede a menudo, ese cruce, con el tamaño de su imposibilidad y de su incomodidad y de su falsedad, seamos gallinas o no, es una manera común de figurar el absurdo bonito y trágico de la vida. Va, pensé ayer, y contemplé a la muchacha en su regreso, bella, combinaba con la melodía del piano de Hancock que sonaba, aunque me parece que no la hubiese desconocido una bachata sensual ni una ranchera de camión, y ni hablar de todos los pretendientes que debía tener a la José José, rogándole por un 40-20. Pero en lugar de reaccionar como tenía planeado abrí el menú. ¿Por qué nunca puedo reaccionar satisfactoriamente? Con tu papá también hubo espacio para el autorreproche. Él mencionó su inexperiencia, lo preparado que no estaba para guiarte. Yo acepté que tal vez había juzgado con demasiada dureza las incoherencias de mi papá. Resolví que el acto más meditado, más planeado, más cauteloso solo existe en teoría, y que una vez en práctica repudia todos esos adjetivos. Luego me escuché pregonar empatía porque imaginé todo el sufrimiento de todos los papás y de todos los hijos tomados de la mano al borde de todas las calles del mundo, calles con nombres de presidentes y personas importantes, que les torturan con la ficción de que ellos si supieron actuar bien. Tu papá se me quedó viendo como si de repente me hubiera descubierto un cuerno de unicornio, luego dijo algo sobre la temeridad, eso me indicó que se había subido a la misma línea de reflexión, pero que le pareció más cómodo, o más fiable, subir por el otro extremo. Entonces la prudencia puede ser temeraria, o la temeridad puede ser prudente, dijo. Y yo pensé en el pinche yin-yang como si lo entendiera. Pero la prudencia o temeridad sufren con el acto porque les refleja su rostro verdadero. Entonces concluyó, con esa manera que tiene tu papá de soltar aforismos y colgarlos aquí y allá como decoración de un gran pinito de navidad bohemio: El plan de ruta es atreverse, sin garantías, sin esperar a entender el ritmo del tráfico ni las señales de tránsito, y, por supuesto, sin saber que nos espera del otro lado. Y siempre preguntándose el por qué del acto de cruzar. Se levantó y puso, calmando las protestas de algunos invitados que querían algo más movido, Little man de Tom Waits y me pidió que escuchara. Y yo, como el Chapulín Colorado, me quedé pensando si la astucia algo tenía que ver en el asunto.

La muchacha estaba frente a mí de nuevo, contemplaba sus manos inquietas mientras fingía leer el menú. Manos de amiga, de novia, de trabajadora y ahora manos de madre. Bajé el menú y le dije que estaba listo para ser papá. Y me regaló una sonrisa lindísima. Todo estaba bien, entonces pensé en decirle que la quería, pero no me atreví. Luego tu papá apareció, me sorprendió con una palmada amistosa en la espalda y se sentó a mi lado. La muchacha lo saludó antes de acudir al llamado de otro recién llegado y yo me quedé intrincado el resto de la velada. Después, como ya te conté, salimos a caminar, como siempre tomando el camino más largo, y volví a notar que cada vez que nos deteníamos para cruzar una calle él movía ligeramente su brazo y abría la mano. Ya antes le había notado esa manía, ya miles de veces, pero apenas anoche decidí que tenías que saberlo. También debo confesarte que yo mismo no he hablado con mi papá por muchos años, y que sus amigos nunca me escribieron nada. Nunca nadie me dibujó un pensamiento suyo y por eso me nació escribirte. A veces imagino que hay una banca a un lado de la calle en la que volvemos a toparnos, y que, antes de cruzar, en vez de aventurarnos juntos, le pido a mi papá que nos sentemos un momento. Pienso que podía esperar toda una vida por sus palabras, de reojo lo veo pasar saliva, hacer memoria, distraerse con cuentas de uno, diez o mil, incomodarse por una mierda de paloma asoleada, tomar aire y soltarlo con violencia, y espero mucho por un lo siento y cuando finalmente suelta algo inteligible se parece más, dolorosamente mucho más, a un a mi manera. Entonces vienen los reclamos, esos que Kafka ya le soltó a su papá, y yo me desvivo tratando de explicarle pedazos de la famosa carta, ¿no lo ves? le pregunto, mira: Kafka también habla de espejos, insisto… pero la respuesta tiene el tufillo de lo incomprensible, una y otra vez, la respuesta se guía con una brújula temeraria que nunca parece venir al caso. ¡Ah! ¡Los papás y su seriedad! ¿Cómo respondería Bolaño a la cuestión de por qué la gallina cruzó la calle? Tal vez diría que cruzar es inevitable y que la calle es en realidad el borde de un abismo, que la cruza para tentar al abismo de preguntas, de metas, de mierda, de desolación, y posiciones sexuales entre ella, una gata negra y un canguro bisexual. Creo que luego diría que la gallina tenía que follar y caminar y ver por desesperación y no porque es lo correcto, sin teorías, con la cúspide de doblarse de risa frente al espejo, muy consciente de que la realidad del paso siguiente ya se burla de toda su precaución.

Aunque es mejor vivir de suposiciones que de supositorios, de vez en cuando hay que entrarle al juego de las confirmaciones. A la odisea de encontrarse en el camino de regreso de alguna noción. Así que me disponía a encarar a la muchacha cuando tu papá llegó a la barra y esperó su turno para pedirle una copa de tinto, y la muchacha nos regaló una sonrisa lindísima antes de preguntar si la ponía en la misma cuenta. Suspiré y pensé en mi papá, como aquella noche en la que conocí al tuyo, que estaba pensando en ti. Y a la distancia me pareció irreal lo que había sucedido: mi mamá, mis hermanos y yo nos conjuramos para contratar a alguien que siguiera a mi papá. Ya eran años de suponer que tenía otra familia. Nos trataba con hartazgo, se desaparecía seguido y el dinero se le acababa muy rápido. Años de lo mismo. Yo ya había dejado de hablarle por ello, pero la condición le tenía sin cuidado. El investigador entregó su reporte: no había otra familia. Mi papá se salía de la casa a vagar, se metía al estadio o al cine, dormía en hoteles e incluso agarraba el autobús, pero en el destino no hacía lo que comúnmente se llama turismo, incluso casi siempre se trepaba en el autobús de regreso el mismo día de la llegada. Y todavía más raro: no había vicio que le condicionara, no se emborrachaba ni subía prostitutas a los cuartos, no apostaba ni se apasionaba con alguna colección, tampoco se dejaba acompañar por sonsacadores. Resultado: no pudimos soportar el reporte del investigador. Mi mamá le pidió el divorcio, mi hermana se aventó la catarsis de romper porcelanas y mi hermano se me unió para aplicarle la ley del hielo. Y mi papá solo nos respondió con la misma sonrisita de hartazgo.

Ahora pienso en ti aunque no te conozco, en mi papá, en tu papá, en algún vagabundo, en la gallina, en mí… todos en la ruta, todos con la desesperación, los sueños, los exámenes, los pendientes y los recuerdos de cada calle que cruzamos juntos y separados. Todos examinando el mapa con susto por la posibilidad sisifista de que “avanzar” es una palabra que ya de inicio se extravió de su significado. La muchacha ya no se nos acercó porque era la hora en que aumentaban los clientes. Tu papá la miró un par de veces y tuve que preguntarme si había notado lo del embarazo. Y en una de esas, cuando la tuvo a tiro, le preguntó si ella era la novia de Juan Esparza, y la muchacha le regaló una sonrisa lindísima justo antes de decir que sí con entusiasmo. Nos tomamos un par de copas más pero nos la sirvió su colega, y cuando nos fuimos, entre su atareo, ella ignoró mi agradecimiento y mi sonrisa vulgar de despedida.

Finalizo contándote que en el mapa de tu papá hay una tachita que ha colocado para señalar tu ubicación, igual que los aventureros marcaban el sitio para encontrar el tesoro del que se habían separado. Y que desconozco que hay en la tachita del mapa de mi papá, el punto al que le orbita con obsesión. Estás palabras son porque me identifico contigo aún cuando las circunstancias que nos han barrido son diferentes. Tal vez en la ruta, en un puente o en un parque, nuestros papás un día coincidan y, suponiéndose en una misma posición, puedan explicarse, incluso desahogarse. Y se cuenten historias sobre nosotros hasta atreverse a decir que antes de que hiciéramos algo ya se estaban derritiendo de orgullo. Por eso, de manera paralela, he decidido que era conveniente escribirte, para confesarte que no comprendo a mi papá y esperanzar tu simpatía. Ahora me permito concluir con las palabras que concluyó Kafka, con la intención de que con esta carta pueda conseguirse algo muy cercano a la verdad, que de alguna forma pueda servir para complementarnos un poco, y hacer que la vida y la muerte nos parezcan más aceptables.

Tu amigo, Pato Árqueles, alias El Socio.

 

 

Semblanza:

Habacuc Antonio De Rosario (Reynosa, México, 1981) graduado del Tec de Monterrey, Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras/Border of Words 2014 con «Sin Trincheras» y co-escritor, junto a la cineasta Teodora Ana Mihai, del guión de largomeaje «La Civil» seleccionado para el Torino ScriptLab 2017 y la Residencia Cinéfondation 2017 del Festival de Cannes.