Cuento «Camino a la villa» por Giordano Hurtado

Tengo el bolso abierto sobre mi regazo, con sus pliegues desparramados. Mientras dejamos la ciudad a toda marcha, con la cabina trepidando de a ratos por la aspereza del camino, meto la mano y voy tocando las cosas que puse dentro antes de partir. Siento el botecito de champú, los cepillos de dientes, un frasco de pastillas, las revistas. Pablo desatiende la carretera y gira hacia mí. Veo sus manos enguantadas reposando sobre el volante, sus brazos largos, su garganta prominente y unos ojos límpidos, inquietos. No tiene necesidad de mover el volante porque la ruta es una recta interminable. Solo vemos casas separadas por cientos de metros. Son casas silenciosas al lado de la carretera. Casas que duermen la madrugada entre maleza y canaletas. Detrás de ellas la planicie se extiende incalculablemente. El horizonte es una delineación de nubes, invierno y pampa. Hace frío. Pablo vuelve a mirarme. Se remueve en su asiento y se concentra en mí. Pasamos frente a una casa; creo ver gente en su interior.

“¿Te fijaste si cerré con llave?”, me pregunta Pablo.

Me quedo mirándolo, haciendo memoria. “No sé”, digo. “¿No te acordás, o no te fijaste?”, insiste. Me intranquiliza que se ocupe de mí y no de la carretera, porque hay autos que pasan zumbando en dirección contraria. “No me fijé. Estaban gritando”, digo. “¿Quién estaba gritando?”. “Los Weber”, digo. “¿El señor Weber?”, pregunta con el ceño fruncido. “La señora… sobre todo la señora Weber”, respondo, “¿no los oíste?”. Pablo niega con la cabeza y se centra en la ruta. Pasamos frente a otra casa. “Gritaron desde antes del amanecer”, sigo, “tiraron platos, muebles, casi derrumban su casa”. “Mierda”, dice Pablo después de un momento, y sacude la cabeza, reprobando. Avanzamos un poco más, pero de repente él comienza a frenar y va metiendo la camioneta sobre el pastizal reseco que hay a la derecha. Mira por el retrovisor y gira el volante muchas veces. No hay ningún auto del otro lado. Entonces retrocedemos dibujando una elipsis hasta llegar al carril opuesto, a continuación Pablo invierte la dirección del volante, sobándolo con su mano abierta, y arranca. No nos decimos nada; estamos volviendo a la ciudad. 

Pablo es mi hermano mayor, tan mayor que parece un tío, así que desde siempre se ha establecido entre los dos una relación más respetuosa que amable. Cuando lleguemos a la villa, será él quien deba explicar este retraso. Y también por qué no salimos anoche, cuando mamá llamó para contarnos lo de papá. Yo no alcancé a hablar con mamá, pero desde las gradas escuché que Pablo, con el teléfono en la oreja, decía “sí,”, “sí”, “está bien”, a cada segundo. Después colgó y me dijo: “Papá se cayó del caballo”. El asunto parecía muy serio, y cuando le pregunté por qué no salíamos inmediatamente, dijo que era peligroso conducir de noche, y además que papá podía estar exagerando. Yo confío mucho en Pablo, así que dormimos la noche en casa y hoy nos levantamos con las primeras luces y yo puse en el bolso todo lo que encontré a la mano.

En las calles del barrio la camioneta suena ostensiblemente porque hay poco movimiento, solo vemos barrenderos y gente paseando a sus perros. Pasamos con lentitud frente a ellos y frente a las casas herméticas de nuestros vecinos. La máquina ronronea mientras Pablo la va estacionando en nuestra entrada de coches, luego apaga el motor y sale. Se precipita hacia la puerta, y cuando llega allí me dice en voz alta: “mirá, te dije que era mejor volver”, y abre la puerta sin esfuerzo, sonriendo porque no hemos vuelto en vano. Luego vuelve a gritar: “voy a bajar más sábanas”, y lo escucho subir las gradas a carrera. Pero algo está pasando en la casa de al lado en este momento, acabo de darme cuenta y ya no puedo mirar hacia otra parte. Así que cuando bajo de la camioneta, cierro la puerta haciéndola sonar lo menos posible, y me quedo quieto, concentrado. 

El señor Weber está arrodillado sobre su césped, recogiendo algunas ropas y metiéndolas en una maleta parda, abierta de par en par. Más allá hay otra maleta, pero esa ya está enderezada, recién hecha. A cada momento el señor Weber se detiene y mira hacia su casa, y después sigue colectando las ropas esparcidas en el pasto, sacudiéndolas para quitarle el rocío. Camino hasta nuestra casa, pero no lo dejo de mirar. En el umbral me encuentro con Pablo, que viene trayendo un par de sábanas. “Mirá el señor Weber”, le susurro, señalando con mi mentón. Pablo mira. El señor Weber no parece haber reparado en nosotros, da la impresión de ni siquiera haber notado que estacionamos la camioneta y que bajamos de ella. “¿Le invitamos un café?”, sigo, “con el frío que hace…”. Pablo me mira a los ojos, indeciso, sin expresión, después mira al señor Weber otra vez. Nuestro vecino sigue de rodillas, ahora buscando algo diminuto en su patio, como un miope que acaba de perder sus anteojos; Pablo asiente, va hasta la camioneta, abre una puerta y lanza las sábanas a los asientos traseros. Luego camina sin prisa por el patio hasta donde está el señor Weber, se inclina y le dice algo cerca de su hombro, amablemente. El señor Weber detiene su búsqueda, observa a Pablo y tarda un poco en responder, pero acepta, y después mira hacia acá. Pablo da tres pasos y recoge la otra maleta, y el señor Weber se pone de pie, se sacude las rodillas, el regazo, los codos. 

Yo voy a la cocina para poner agua en la tetera, y cuando enciendo la hornalla más grande, escucho que dejan caer las maletas sobre la sala, y que Pablo le pide al señor Weber que se sienta como en su casa. El señor Weber es un hombre de baja estatura, un notario de fe pública casi calvo, con una órbita de cabellos sobre su cabeza, los anteojos que usa son muy pequeños y eso exagera su nariz y sus orejas. Él y papá eran amigos, hasta que una noche tomaron unos tragos en la sala, y de repente papá lo echó de la casa y le dijo cosas muy feas y le pidió que nunca volviera. Eso ocurrió hace unos meses, antes de que papá decidiera llevarse a mamá a la villa y vivir ahí. A veces el señor Weber, cuando coincidimos en la calle, pregunta por papá y por mamá, y les manda saludos; es una persona amable después de todo. Pero hoy no hay tiempo para eso. El señor Weber entra cabizbajo a la cocina, con el abrigo húmedo en los bordes. “Tremendo el frío, ¿no?”, le digo cuando se asoma por la puerta. Él apenas asiente y se deja caer en una silla que Pablo acaba de retirar de la mesa. Pablo va de vuelta hacia la sala. “Voy a buscar la linterna”, me reprueba, “te olvidaste”.

Pongo dos tazas sobre la mesa y una bandeja con empanadas, y en ese momento la tetera comienza a silbar y a botar humo. La tomo y vuelvo con ella a la mesa. Vierto el agua en las dos tazas, pongo un poco de café soluble en ambas y comienzo a batirlas, primero una, después otra, todo eso mientras observo al señor Weber y descifro sus facciones y espero a que diga algo. La visita va cayendo en un incómodo silencio. Él no pregunta a dónde vamos, o por qué necesitamos linternas, tal vez ya lo sabe. Y yo no pregunto por qué él ha estado metiendo en una maleta su propia ropa desperdigada, porque ya lo sé, y entonces no necesitamos hablar. “¿Dos, tres?”, le pregunto, sosteniendo una cucharilla con azúcar. El señor Weber levanta dos dedos. Me siento frente a él y comenzamos a batir nuestros cafés, repicando las cucharillas contra las tazas, que suenan como dos campanarios de iglesia. Afuera el sol comienza a copar las fachadas. La ventana de nuestra cocina colinda con la casa del señor Weber, así que él se empecina en mirar hacia allí, como si de pronto fuera a detectar un movimiento. Pero nada sucede, nada se mueve del otro lado del patio. Teniéndolo en frente es inevitable ver las bolsas en sus ojos, la esclerótica rosada por el desvelo, y la barba grasosa por varios días sin afeitarse. Percibo su aliento de alcohol, el hedor de su cuerpo ahora que levanta una mano para rasparse la nariz.

“¿Y cómo está tu padre, tu madre?”, me pregunta de pronto, con una voz apocada por los mocos, por primera vez reconociendo mi presencia.

“Están bien”, digo. “Los dos están bien”, digo.

Damos un sorbo a nuestras tazas al mismo tiempo, pero por un instante su mirada se prolonga silenciosamente sobre mis ojos; estoy a punto de decirle algo más al señor Weber, algo sobre mis padres, pero él agacha la cabeza, como mirándose las rodillas.

Mi vecino está a punto de llorar. Por eso me levanto, tomo la bandeja con empanadas y voy hasta la alacena solo por hacer algo, y espero un momento; imagino que al voltear él estará llorando o gimoteando. Pero no es así. En vez de eso, escuchamos el motor de la camioneta encendiéndose. Es la señal de Pablo para apurar las circunstancias. El señor Weber hace como que mira, da un sorbo a su café, se levanta y me agradece. 

“Gracias, Julito”, dice.

Le cuesta hacer a un lado la silla, pero logra salir, se apoya en la puerta y avanza. Yo camino detrás de él, padeciendo su paso lento y el olor a pasto mojado que va dejando como rastro. Las maletas están sobre el porche, Pablo las acaba de sacar.

Voy hasta la camioneta, monto al asiento y, mientras ajusto el cinturón, veo al señor Weber tomar una maleta en cada mano y bajar las gradillas una por una. Pablo cierra la puerta de la casa, me enseña burlonamente las llaves y le da dos vueltas a la cerradura. Después baja del porche y se queda conversando un momento con el señor Weber. No oigo lo que le dice, pero imagino que es algo reconfortante, una predicción optimista. Al final se dan la mano y se separan. Pablo sube, se acomoda el cinturón, me mira, y luego retrocedemos hasta la calle. Pone la caja en primera y arranca. Pero en la esquina nos detenemos ante el semáforo. Inevitablemente miramos por el retrovisor, hacia el señor Weber, queremos verlo. Lo último que vemos es al señor Weber ordenando sus maletas en la acera, sentándose en una de ellas, como hacen los viajantes que esperan largas horas en estaciones desoladas. Pablo y yo nos miramos, pero no decimos nada; la luz ya cambió a verde.

La ciudad ha despertado finalmente, las calles se congestionan de automóviles, hay gente desayunando en los cafés, leyendo el diario, esperando taxis y buses. Tomamos de nuevo la avenida que sale de la ciudad. A los lados y bien altos, los anuncios se suceden uno después de otro, anuncios inmobiliarios, políticos, televisivos, anuncios vacantes. Vamos muy rápido, el marcador llega a los 80 km, por eso miro a mi hermano, pero él no se inmuta. Las viviendas comienzan a ser más escasas, más pequeñas y despintadas, y de nuevo vemos la pampa y el cielo hacerse una sola cosa luminosa en el horizonte. Tomo el bolso y lo abro, y lo primero que veo es la linterna que Pablo puso mientras yo tomaba café con el señor Weber. Es una linterna negra y enorme, la más grande que tenemos. Debemos estar en la misma parte de la carretera donde dimos vuelta hace rato. Entonces Pablo comienza a refunfuñar alguna palabra, a maldecir en voz muy baja, y niega con la cabeza como si hubiera dado con un contratiempo injusto. Golpea el volante y me mira.

“Qué…”, le digo.

Hay una casa gris a cierta distancia, rodeada de arbustos, donde una señora con delantal está barriendo la acera, la señora alza la vista al ver que nos aproximamos, la señora es un breve destello en mi ventana, la señora se hace diminuta en mi retrovisor, pero veo que se yergue y se queda mirándonos un momento, mientras nos alejamos, quieta, estrechando los ojos.

Cierro el zipper del bolso y noto que Pablo ha disminuido la velocidad. Hay algo que le cuesta decir. Me concentro en él, pero no abro la boca, lo dejo decidir. Después de un minuto Pablo detiene la camioneta sobre el pastizal, otra vez, se queda un momento pensando, con la vista fija en el volante, los hombros suspendidos, dos o tres autos pasan durante ese tiempo, luego Pablo se pasa la mano por el pelo, mira hacia atrás con determinación, y hunde los labios. Cambia a segunda y comenzamos a retroceder diagonalmente, tanto que en un momento la camioneta está justo en medio de la carretera, como sobre las vías de un tren. Pablo se apresura a revertir el cuello del volante. La máquina arranca con tanta fuerza que los neumáticos chillan, y él debe hacer un esfuerzo para conservar la dirección. De pronto estamos corriendo por el carril opuesto, de nuevo yendo a la ciudad. De este lado las casas también están maltrechas y solitarias, hay maleza, y el horizonte se va pintando de sol, poco a poco. Mi hermano y yo nos miramos otra vez, y entonces, finalmente, levanto el bolso y lo dejo caer en el asiento trasero, donde hay dos sábanas blancas, extendidas, que ocupan todo el espacio. Me estiro lo más que puedo, llego con mis dedos al extremo de una de las sábanas y la recorro un poco, descubriendo la felpa negra del asiento. El espacio no es muy grande, pero creo que es suficiente para que el señor Weber pueda al menos acurrucarse junto a la puerta, quieto, pegado al vidrio, con los pies muy juntitos y las manos en el regazo, con la maleta parda a un lado y el paisaje del mundo en el otro, afuera, más allá de la ventana.