Cuento «Bajo la escalera» por Ramón Ortega

A las dos de la tarde el timbre anuncia la salida de los alumnos de primaria del colegio Paraninfo. Los padres se acercan a la entrada y dicen al director el nombre de sus respectivos hijos. José Luís, el director de la escuela, envuelto en la costumbre sistemática de la repetición diaria, vocea los nombres por un micrófono y los altavoces llevan su voz hasta la esquina más recóndita del patio. Los niños juegan a la espera de ser alcanzados por el eco de su nombre; anuncio del final de su exigua diversión. Uno por uno, y en ocasiones en tropel, los alumnos y maestros abandonan la zona de recreo que cada vez va silenciándose más; de los gritos y las risas se pasa a un murmullo quedo, que sigue menguando hasta desaparecer. Media hora más tarde, como sucede siempre, en el recinto sólo queda la infantil presencia de Esteban. José Luís se aleja de la puerta para ir a buscarlo. Ya no pierde el tiempo en ir a registrar los lavabos o las aulas abiertas y vacías o la bodega donde se guardan los colchones para la clase de educación física; no, va directamente a las escaleras que conducen a la segunda planta del edificio. Justo a los pies de la escalera se detiene, rodea la estructura y en el estrecho y oscuro recodo que se esconde debajo de los peldaños, se inclina para asomar su cabeza.

 

—¿Esteban?

—¿Señor?

—Ya te he dicho que cuando dejes de escuchar los altavoces te acerques a la entrada.

—Lo sé señor, lo siento.

 

Ya casi es fin de curso y, durante todo el año escolar, José Luís ha realizado la misma rutina: ir por Esteban, que juega todos los días bajo la escalera, para llevarlo a la dirección a que espere a sus familiares en un banco afuera de su despacho. Sus padres le pidieron, al principio del año, que les permitieran pasar por Esteban después de la hora de salida. Como ambos trabajan y no tienen a quién encargarle al niño, no pueden recogerlo con puntualidad. A José Luís no le pareció un inconveniente, puesto que el colegio no cierra sus puertas hasta la salida de los niños de secundaria que terminan las clases a las tres, pero que no parten por completo hasta una media hora después. Nunca antes había dirigido más palabras que las necesarias a Esteban, pero ese día, algo lo motivó a entablar una conversación con el pequeño niño de no más de siete años.

 

—¿Y qué es lo que haces aquí todas las tardes?

—Esperar, señor.

—Pero bien podrías esperar jugando con los otros niños en el patio.

 

 

—Bueno. ¿Y a qué juegas aquí?

—Señor, yo no le he dicho que jugara, le he dicho que esperaba, señor.

—Ya… pero algo harás para entretenerte esperando.

 

 

—Umm, ya veo, eres un poco introvertido, ¿verdad?

 

Esteban se encoge de hombros.

 

—Esta es mi guarida, señor. Nadie me ve, nadie me descubre.

—Yo te he descubierto.

 

 

—Umm, aunque para ser sincero me costó trabajo. Recuerdo que el primer día estaba desesperado y furioso. Creí que te habías escapado del colegio.

—Y usted señor ¿tiene algún refugio?

—¿Un refugio? ¿Para qué habría de necesitarlo?

—Todos necesitamos sentirnos protegidos, señor, para eso sirve un refugio: para protegerse.

—Sé lo que es un refugio ¿Pero de qué necesitaría protegerme?

 

 

—Dime, Esteban, ¿tú de qué te proteges?

—Del tiempo, señor.

—¿Te refieres al clima?

—No señor, me refiero al tiempo de los relojes. Al paso de las horas, los minutos, los segundos.

—Vale, vale, ya te he entendido. Pero lo que no comprendo es por qué tendrías que guarecerte del tiempo, y de hecho, ¿Cómo es que tu guarida te protege de él?

—Entre y lo comprenderá, señor.

—Pero ese lugar es muy estrecho.

—Es más amplio de lo que se imagina, señor, sólo basta acostumbrarse a él.

 

José Luís dudó por unos instantes, pero finalmente se encorvó con clara señal de consentir su entrada.

—A ver, déjame espacio.

—Espacio es lo único que hay aquí, señor.

 

 

—Bueno, pues ya estamos aquí y sigo sin comprender.

—Creo que deberíamos salir señor, mis padres llevarán rato esperando.

—¿Qué dices? Ahora serán las dos y media y tus padres no suelen venir por ti hasta las tres; y eso cuando llegan temprano.

—Debo insistir, señor, no quiero preocuparlos.

—¡Vale, vale, si prefieres esperarlos en la dirección, por mí está bien! No sé por qué me invitas a entrar si al momento me pides que nos vayamos.

 

No terminaba de salir “del refugio” cuando José Luís se sobresaltó por el estentóreo sonido del timbre que anunciaba la salida de los niños de secundaria. Incluso se golpeó la cabeza con uno de los peldaños de la escalera por el susto. “Qué extraño”, pensó, “seguramente el mecanismo automático se ha roto”.

 

—Vamos, Esteban, tengo que avisar rápidamente por el micrófono sobre este error.

 

Esteban lo cogió de la mano y apresuró su paso al ritmo del director. Al llegar a la dirección, José Luís llegó hasta el micrófono que seguía activado. No le dio tiempo de dar ningún aviso, porque los padres de Esteban ya lo esperaban en la puerta de su despacho.

 

—¡Aquí está! ¡Por fin! —dijo la secretaria al ver entrar a José Luis. —Llevo buscándole por todos lados.

—¡Qué sorpresa! Hoy se han adelantado —balbuceó José Luis un poco consternado con el comentario de su secretaria. Después se dirigió a Esteban—. Mira, aquí están tus papás; hoy han llegado temprano.

 

Los padres de Esteban se miraron con extrañeza. Luego se acercaron a Esteban, le dieron un par de besos y caminaron hacia la entrada del colegio charlando entre ellos. José Luís los acompañó hasta la puerta, no sin antes comentar a su secretaria que habría que revisar el sistema automático de la campana. Al abrir la entrada se sorprendió de la cantidad de padres que ya esperaban a sus hijos.

 

—Parece que el error del sistema automático ya es irremediable, así que hoy podrán llevarse a sus hijos temprano —dijo José Luís dirigiéndose a todos los padres que esperaban, mientras que abría la puerta de par en par, para que pudieran ir pasando al descansillo donde recibían a sus hijos.

 

Los desconcertados padres no hicieron comentario alguno. Recibieron a sus hijos y se marcharon a casa.

 

R.III

 

 

Semblanza:

Ramón Ortega Lozano (México D.F. 11 de agosto de 1979) también conocido por su nombre artístico Ramón Ortega (tres) es un escritor mexicano, profesor y especialista del mundo de la literatura, la escritura creativa y temas relacionados con las humanidades médicas (antropología de la salud, historia y filosofía de la medicina, comunicación médico-paciente y bioética). Ha colaborado con diversos centros universitarios en España y otros países de Europa, así como México.  Doctor en filosofía de la ciencia y profesor de comunicación humana y de Antropología de la salud en el Centro Universitario San Rafael-Nebrija. Colabora en distintas actividades tanto académicas, divulgativas y de investigación con el Instituto de Ética Clínica Francisco Vallés-Universidad Europea. También ha impartido clases de literatura, escritura creativa y competencias profesionales en otros centros universitarios. Ha publicado artículos de diversos temas (literatura, filosofía, divulgación científica, ficción, etc.) en distintos medios. Bajo la escalera es un relato perteneciente al libro Un gran salto para Gorsky que puede descargarse de internet.  Cuenta con un blog llamado Cuando el hoy comienza a ser ayer.