Cuento «Ausencia» por Guillermo Paleta Pérez

Si te acercas por detrás no se percata de tu presencia, tras largo rato es posible que te perciba, pero no es seguro. Así es ella. Ha dejado de escuchar los sonidos, las palabras amorosas de su esposo, el maullido de Fidel, su querido gato de angora, el canto de los cinco canarios amarillos que tiene en su traspatio y el estruendo de los autos que cruzan velozmente hacia Guadalajara.   

Para comunicarse con ella hay que hablarle muy fuerte, colocarse de frente, mirarla fijamente a los ojos, gesticular sobremanera y usar ademanes, en suma, hacer aspavientos. Ella no siempre fue así, perdió la audición en el mismo momento en que la autoridad municipal le dijo que no habían encontrado a su hijo Ezequiel, desaparecido varios meses atrás. Las palabras inexpresivas e indolentes del agente de investigación responsable de la búsqueda le taladraron los oídos:

—Seguro su hijo ya está muerto, ¡no lo busque más!

—¡Lo buscaré hasta debajo de las piedras si es necesario!

Exclamó furibunda y con profundo llanto. No quería ni pensar que Ezequiel, su hijo adolescente, estuviera muerto. No deseaba seguir escuchando a quienes no les importaba su hijo ausente. Fue así que poco a poco y de manera dramática se fue quedando sorda.

Don Apolinar, esposo de doña Rosa, busca infructuosamente a Ezequiel desde aquella tarde fría de dos de noviembre en que no regresó a casa después de la escuela, la fecha de su desaparición, día de muertos, deparaba un mal augurio. Don Apolinar no para de caminar, de preguntar, de seguir el paso de su hijo, no para de llorar ni de sentir angustia, ¿dónde podría estar su Ezequiel? Nadia lo había visto. En la escuela le dijeron que salió a la hora acostumbrada, sus compañeros no notaron nada extraño, era como si se lo hubiera tragado la tierra.

Don Apolinar no deja de buscar a Ezequiel. Camina incansablemente por todo el pueblo, por comunidades circunvecinas, preguntando a las autoridades del orden, sin embargo, en el periplo las piernas no le responden ya, es como si los pasos se le hubieran acabado. Al paso de los meses y tras infructuosa indagatoria don Apolinar dejó de comer, dejó de bañarse, de afeitarse, de cortarse el cabello, no sonrió más. La angustia, el dolor y la pesadumbre lo transformó. Dejó de asistir a su antiguo puesto de venta de frutas en el tianguis semanal de los domingos en el pueblo. La ausencia ya no solamente era la de su hijo sino la suya en su propio puesto, los clientes preguntaban por él, algunos comprendían que al no encontrar a su hijo quizá don Apolinar también estuviera perdido de sí mismo, de algún modo era cierto. Don Apolinar dejó de ser. No caminó más, era como si al dejar de hacerlo alimentara la esperanza de encontrar a Ezequiel con vida. Pautó sus pasos y parecía que el suelo donde caminaba estuviera hirviendo. El dejar de caminar le obligó a mantenerse sentado, a esperar pacientemente el retorno de su hijo.

En el pueblo las historias pululaban, decían que a Ezequiel se lo habían llevado hombres armados vestidos de negro con rumbo a la carretera. El narco lo había secuestrado decían otros. Lo más, aseveraban que estaba vinculado con el crimen y por ello había sido asesinado. Incluso había relatos que aseguraban haberlo visto en campos clandestinos en Sinaloa y que era, junto con otros, obligado a trabajar en los campos de amapola como esclavo, y que un día cuando se hiciera viejo entonces lo dejarían ir. Lo más terrible para doña Rosa y don Apolinar era imaginar a Ezequiel torturado, asesinado y quemado como algunos habitantes del pueblo aseguraban.

Don Apolinar y doña Rosa seguían esperando a su hijo Ezequiel. Ellos no se daban por vencidos, sin embargo, su cuerpo les decía lo contrario. No hubo más fuerzas, no había más oídos, no hubo más energía en las piernas y se agotaron los pasos, no así el dolor de la ausencia del hijo adolescente desaparecido. Ambos se apagaron, se desconectaron, doña Rosa se marchitó poco a poco, se hizo pequeña, dejó de conversar. Don Apolinar se quedó dormido sentado, esperando. Los cinco canarios dejaron de cantar, el maullido de Fidel, el gato de angora, no se escuchó más, su ronroneo dejo de percibirse. Se hizo el silencio total en la casa de don Apolinar y de doña Rosa. Lo que no pudo acallarse fue el estruendo de la carretera que parecía más vivo que nunca. La carretera representaba o encarnaba el mal o por lo menos era su percepción pues por allí se habían llevado a su hijo Ezequiel.

Han pasado los años. Habitantes del pueblo afirman ver de la mano a doña Rosa y a don Apolinar juntos a la vera de la carretera. Esperan ver a Ezequiel regresar caminando por donde se lo llevaron.