Cuento «Atmósfera de encierro» por Eunice Sánchez

Los síntomas comenzaron hace poco más de un mes, Amanda corría como cada tarde en la pista de la Universidad –se preparaba para una prueba muy importante-, iba por la tercera vuelta, y de pronto, escuchó que alguien gritaba su nombre desde las gradas del campo de fútbol. Pudo oírlo porque esta vez no llevaba sus audífonos puestos, y a esa hora las áreas deportivas se encontraban prácticamente vacías. Era una voz masculina -seguro alguien más tuvo que haberla escuchado- pensó. Pero era la única que se encontraba allí. Su corazón se aceleró, su cuerpo se tensó y la respiración le faltaba. Quiso deshacerse de la sensación, siempre había sido una chica fuerte y no se permitía pensamientos absurdos. Pero esta vez era algo más que una simple idea. Intentó seguir corriendo, pero escuchaba que alguien la perseguía, se detuvo y volteó la mirada a todos lados. Nadie.

Aterrada, se dirigió a donde estaba su maleta y corrió, pero esta vez despavorida por la voz que interrumpió su entrenamiento, su calma y entró en su mente.

A partir de entonces, inició su tortura. No conciliaba el sueño, el miedo y la ansiedad se estaban apoderando de su vida. Intentaba entrenar, pero ya no podía, era como si una especie de fuerza la empujara hacia el suelo. La voz que escuchó aquella vez en la pista no la dejó en paz desde esa tarde. ¡No salgas!, ¡Amanda, vas a morir!

Amanda obedecía, se estaba convirtiendo en una marioneta.

 

I

– ¿Las personas pueden morir a causa del encierro? -Se pregunta mientras mira desde su ventana hacia la calle, con los ojos envueltos en una tela húmeda. Son las 9:30 de la mañana, por la madrugada despertó agitada y vomitó en el piso. Aún seguía el hedor en la habitación. Las largas horas en vela han causado estragos en ella. Su piel comienza a verse opaca, el cabello no logra acomodársele e inicia todos los días con un humor hostil. Está empeorando.

Afuera la lluvia cae tupida y el cielo da la pinta de que no cambiará su tono gris -¡Si tan solo pudiera recuperar mi energía! -grita Amanda para sus adentros.

Ahí está la voz de nuevo.

¡No puedes hacer nada, Amanda!

Tiene que salir. Reúne las pocas fuerzas que aún le quedan, no quiere obedecer más. Se pone la chaqueta de piel negra y se calza sus botas. Sale de su dormitorio y baja las escaleras como si estuviera en una competencia de velocidad; no piensa detenerse. El ruido que provoca al chocar sus pies con el suelo del departamento hace estremecer las paredes. Al salir, azota la puerta.

Ya en la calle siente un alivio. La brisa húmeda choca con sus mejillas, el frío se cuela por los espacios libres entre su ropa, se siente a salvo. Elige caminar hacia la estación del tren, necesita comprar cigarrillos –comenzó a fumar desde el incidente en la pista- se le ha olvidado tomarlos de su buró al salir corriendo. Se detiene en un puesto de dulces y compra un cigarro, a un lado de ella juegan dos niños pequeños a patear una botella de refresco. Hace demasiado frío y los niños no llevan abrigo, sus risas a causa del juego la contagian y ella sonríe. ¿Hace cuánto tiempo no sonreía? Hace 46 días.

Al encender el cigarro comienza a caminar. Y se vuelve a desconectar. Va de prisa, con la mirada hacia abajo y choca más de una vez con uno que otro peatón, las personas la miran extrañadas, pareciera que estuviera ida. La lluvia empapa su cabello y las gotas hacen un viaje por su rostro. Al llegar a la entrada de la estación, le da un jalón más al tabaco y lo tira al suelo. El olor del cigarro queda impregnado en sus dedos y recuerda que cuando entrenaba, odiaba a las personas que fumaban. Se queda inmóvil observando sus manos.

-¿Perdona, estás haciendo fila para pagar? -la voz de un hombre joven interrumpe su imaginación.

Amanda voltea sorprendida y con mucha vergüenza, asiente. Es mentira, se ha olvidado de pagar el boleto. Recobra la atención a su presente y busca monedas en la chaqueta; se ha quedado sin dinero. -¡Maldición!, ¡sólo me faltaba esto! -alzó su voz.

Sale de la fila.

El joven que había interrumpido sus pensamientos la observaba con interés. Se acerca a la taquilla, pide dos boletos.

-Toma, te pagué tu boleto

Amanda lo miró incómoda. Sabía que no debía aceptar el boleto, pero tenía el impulso de subir al tren. –Gracias- Soltó esas palabras y bajó las escaleras de prisa.

Cuando subió al tren, se dirigió hacia una ventana. El tren era subterráneo, así que podía ver su reflejo frente a ella a causa de la oscuridad del túnel y la luz amarilla dentro de aquel transporte.

En ese momento, Amanda prestó atención a las imágenes que veía en el vidrio de la ventana. Era ella, pero reflejada tres veces.

Movió y apretó los ojos con la intención de aclarar su visión, pero fue en vano. Efectivamente era ella. Pero cada efigie suya estaba diferente.

Una de ellas le sonreía malévolamente, parecía satisfecha con el estado de Amanda. La otra le gritaba desesperada, como reclamando; y la última estaba atónita. Se alteró, comenzó a gritar con todas sus fuerzas, el tren parecía que aceleraba al ritmo de sus jadeos y el ruido de sus gritos se mezclaba con el pasar por las vías. Amanda no dejaba de gritar en dirección a sus espectros. Quería que la dejaran en paz, amenazaba con liquidar a cada una, estaba harta de escuchar voces; y con un movimiento brusco se abalanzó hacia el vidrio, chocando su cabeza una y otra vez en la ventana. La sangre comenzó a correr, pero ella no se detenía.

A lo lejos, se escucharon gritos ajenos, alguien hizo sonar la palanca de emergencia, el chico de la taquilla corrió hacia ella y Amanda se desvaneció…

II

 

El tono blanco de la habitación del hospital es abrumador, el aparato que marca los signos vitales suena estable. Las sábanas de la camilla son frías, pero mantienen caliente el cuerpo de Amanda. A lo lejos suena por los altavoces la voz de una mujer avisando el cambio de guardia. El ruido proveniente de la calle se cuela por la ventana del lado derecho de la camilla, se oyen pitazos insistentes y voces mañaneras entre las calles. Se puede apreciar el leve canto de los pájaros en las copas de los árboles. Parece que será una mañana soleada.

La puerta del cuarto se abre, un doctor entra, y se acerca a la camilla. Amanda, despierta y le cuesta adaptarse a la blancura del lugar. No sabe dónde está, se encuentra asustada. El doctor revisa sus heridas a causa de las agresiones que se hizo con el vidrio de la ventana del tren. Aún le duelen, pero no recuerda exactamente qué sucedió.

-¿Cómo te sientes, Amanda? -preguntó el doctor

Esa voz… esa voz…

Amanda recordó y estremeció. La voz de ese doctor era la misma voz que comenzó a escuchar hace 47 días y que la acosaba constantemente en sus pensamientos.

¿Se había vuelto loca?

 

 

Semblanza:

Mi nombre es Eunice Sánchez Díaz, nací el 07 de octubre de 1992. Estudié Pedagogía en la Universidad Pedagógica Nacional. He sido ayudante de investigación de la Doctora Rosaura Galeana Cisneros en temas de Derechos Humanos, explotación infantil y comunidad Mazahua. También participé en la organización de la 2da Jornada de La Mesa Social en contra de la Explotación y Trabajo Infantil. En pro de los Derechos Humanos y de los derechos de la infancia. Amante de la literatura, el arte y el cine. He practicado pintura, dibujo y tocado la guitarra. Actualmente colaboro como redactora de contenidos web en la Revista electrónica Jamlet Inculto, escribiendo reseñas de libros.