Cuento «Asiria» por Felix Kristia

Mi vida ha sido marcada por la gloria, y como tal le prosigue la caída.

No desde hace mucho que el pensamiento de escribir mi memoria ronda por mi mente, tal vez con la motivación de una última esperanza: que al escribir –lo único que aún no he hecho– pueda liberarme por fin de mi encierro. La tarea no me ha sido fácil. Años y años tuve que esperar acumulando hojas marchitas que se desprendían de los árboles que en algún momento ordené a sembrar, y que llegan con la ayuda de un viento generoso ocasional que me las dispone a través de la diminuta ventana que difícilmente alumbra mi confinamiento en esta torre de arena. Ya perdí la cuenta de los años que he permanecido aquí, pueden ser 20, tal vez 200, podrían ser 2000. Algunos recuerdos se me hacen tan distantes que identificar su grado de veracidad me es complicado, pero haré lo mejor que pueda.

Desde el instante que tuve uso de razón, lo supe, tengo sangre real. Una diosa fue mi madre, salida del mar; de gran poderío, como todos los grandes seres que provienen del húmedo vientre del mundo, presidiendo a todos esos pseudo-divinos que ahora se hacen llamar enviados del Sol; cuando los hombres tocaban la tierra con sus rodillas en auténtica devoción y aún no apuntaban con soberbia su dedo hacia el cielo. Era una época de exploradores y místicos, de toros y de señores del mar a los que este animal representaba, antes de que los carneros y los peces invadieran las representaciones pictóricas.

En mi primera prueba me vi perdida en el desierto, pero morir en ese instante no era lo que el Destino había grabado en la piedra. Durante varios días mis respiros fueron asistidos por milagrosas criaturas aladas, de blanco plumaje como las nubes, y como mi corazón… en aquellos tiempos.

Un pastor me encontró y me hizo su niña, también completó mi existencia al ponerme nombre. A pesar de mi humilde crianza, la templanza de mi temperamento irrigada por mi sangre divina, no se hizo menguar. No iba a pasar mucho tiempo antes de lograr captar la atención de un hombre poderoso, dirigente de hombres, y cuando ese momento llegó, asentí definitivamente en mi sospecha: mi destino era gobernar. Mi esposo era inteligente, era fuerte, era servicial; pero su razonamiento era fácilmente opacado por mis consejos. Su fuerza no era nada en comparación a mi astucia, y su necesidad de complacencia me resultaba brutalmente aburrida. ¡Ohh, simple regente, camello débil, conformista, te pude haber convertido en rey pero tu espíritu era el de un simple lacayo!

Recuerdo muy bien aquel día de Akitu, tenía unos escasos 20 años. Mi esposo y yo nos presentamos en el palacio del rey, en donde el reflejo del sol que acentuaba su corona hacía resaltar la infinidad del desierto en mis ojos. Me clavó con su mirada, inmediatamente. Firme monarca, con sed de tierra, vástago del fundador de la tierra de Sinar; un hombre un poco más cercano a mi altura. Vio en mí una estratega implacable, una figura digna de venerar, el aroma de una amante insaciable, y mis virtudes se las quiso a mi marido despojar. Éste se negaba, alegando que mi importancia equivalía a la vida misma, pero tenía que comprender tarde o temprano, por las buenas o por las malas, que mi existencia a su lado era antinatural: iba contra el glorioso curso que los astros me tenían previsto. Finalmente mi mano cedió, y posteriormente se ahorcó. ¿No les dije que era débil?

Ahora reina soy, pero aún las cartas no me convencían. Había muchas personas en el trono: dos. Varios años pasaron de expansión y poderío hasta que el rey fue herido en batalla. Me cedió poder absoluto en su nombre, hasta que pudiera recuperarse, y en efecto, en su nombre lo hice asesinar.

Ahora bien, estimado lector, usted creerá que tiene el derecho de juzgarme por mis acciones, pero le ruego por su paciencia.

Estos hombres, acomodados en sus sillas lujosas, se niegan a ver más allá del horizonte. Mi reino y yo éramos uno, y nuestro nombre no iba a morir con mi carne. Y créanme que de eso me encargaría. Testimonios en piedra levanté y mis milagros fecundaron los áridos suelos, dentro y fuera de los Dos Ríos. Antes de cumplir mis 30 años había inspirado a varios pueblos a cómo hablar con los enemigos sin despertar su furia; pero los hijos de un tal Aquemenes se quedarían con el crédito. Casi en mis 40 vi el potencial que tenía un pueblo abandonado por el castigo del cielo, y altas murallas coronadas por leones, como ningunas antes vistas, erigí y fortalecí ante los celosos ojos de los caldeos; y para colorear sus austeras superficies hice traer plantas de las orillas del mismísimo Éufrates, y se esparcieron sobre los tejados esmaltados mucho antes de que un megalómano y delirioso rey pasara a la historia por una hazaña similar. Casi a mitad de una vida hice una pequeña visita a la tierra de los faraones, y al dios-hombre de las Dos Tierras lo hice arrodillarse para que nunca se atreviera a olvidar que mirando hacia arriba siempre iba a encontrar a alguien más. Llegando a mis 50 expandí mi reino más allá del desierto y al este conocí a los hijos de Rama y la ciudad de los elefantes, mucho tiempo antes de que los ancestros de un jovencito si quiera pensaran en un mundo más allá de Macedonia.

Tantos años glorificando mi nombre y el de mi tierra que fue tarde cuando me percaté de mi único error, el que provenía de mi propio vientre. Ohh hijo débil y cobarde, como su padre; oportunista, traidor, ¡blasfemo! Los puso en mi contra y los 40 años en que mi reino era equivalente a lo conocido se vieron amenazados; mis 40 años de reinado. Pero muchos años más he permanecido encerrada aquí desde el día que abdiqué. Y que quede claro, a mi reino no me lo quitaron, yo lo cedí. Al fuego y a la perdición.

No me es preciso comprender la cantidad de tiempo que ha pasado desde que vi por última vez los valles y las praderas de cebada, ahora compartiendo este espacio de qanû x qanû con las voces de los antiguos dentro de mi cabeza, única morada que les queda tras su destierro a manos del que ahora la plebe llama el dios único. He visto desde la ventana, casi tan pequeña como mi cabeza, árboles inmensos y plantas ser arrasados y crecer de nuevo, una infinidad de veces. He visto construcciones derrumbarse, la arcilla secarse y el ladrillo derretirse. Ciudades emerger de entre la arena y ser arrasadas por el agua desbordada de las venas de la tierra. He presenciado guerras y exilios, capturas y ríos de sangre fundirse con los granos de arena del desierto… y aún espero, sigo esperando lo que en un sueño me hicieron atestiguar: mis amigas emplumadas, las blancas como las nubes, como mi corazón en algún tiempo, regresarían por mí, y yo volaría con ellas. Me asomo cada mañana al despertarme y cada noche antes de acostarme. He visto monumentos de roca con mi imagen y mi nombre siendo erosionados por el aire y convertirse en polvo, y entonces comprendí que ni siquiera la memoria le puede ganar al tiempo, tan ajeno a este mundo, y ahora, lo más asfixiante que me queda.

Regresamos al comienzo, querido lector. En un intento desesperado por guardar mi cordura, para no permitir que la locura termine de ahogar mi alma, emprendo la carrera hacia mi última conquista. Ya no la de mi memoria, sino la de mi liberación. Así como el polvo proviene de lo que alguna vez era un testimonio sólido, de la misma manera ya no recuerdo mi nombre. La vida es para recordarla antes de morir, pero, ¿y el que no puede morir, de qué le sirve recordar? Escribo sobre estas hojas marchitas para que, si en algún momento sucumbiera ante la demencia sin llegar todavía a perecer, que el mundo que intenta desintegrar todas las bases que erigí, no me arrebate mi esencia.

Nacimos en una era de dioses y diosas, en paisajes salidos de sueños en donde el milagro venía con el primer rayo de Sol; pero al mirar ahora por la ventana sólo veo la endeble y fétida mano del hombre. Y a los reyes de este mundo en constante cambio, mejor decir, en constante decadencia, aquellos que avalaron mi exilio, les digo, lo que les duele no es que yo haya sido ambiciosa, tampoco que haya sido pionera, lo que les duele es que haya sido mujer.

Miro por la ventana una vez más. En ocasiones menos frecuentes veo a padres de la mano con sus hijas e hijos. Grito y muevo mis brazos con furor desde la pequeña ventana; pero ellos no alcanzan a verme, no alcanzan a oírme. La torre en la que me encuentro hace mucho que fue derribada, y desde entonces las gentes ya no se logran entender.