Cuento «Antonio» por José Rodríguez Infante

Cuando termino mi tarea en la consulta y llega la hora de meterme en la cama, tengo la sana costumbre de coger el sueño con la mente puesta en algún aspecto positivo de los que cada día se abren paso entre los múltiples contratiempos contra los que batallamos.  Anoche trataba de pensar en Antonio. Poco a poco me di cuenta de que mi cuerpo levitaba. Aún así seguí con mi pensamiento.

Antonio nació en el seno de una familia humilde. Se encontró con los clásicos y decidió que él también podría crear. Pero qué digo, si no pisó jamás un aula. Tenía que ayudar a su madre en las tareas domésticas ya que no servía para tener un trabajo. Además ¿quién lo contrataría? En la clase, sus amigos le incitaban a que compusiese poemas. La clave de humor resultaba entretenida y ayudaba a devorar las horas. No había juegos florales, ni protector, ni tan siquiera una mala fotocopiadora donde poder confeccionar un libro; una libreta de gusanillos cobijaría sus primeros escritos. Los hermanos de Antonio se quejaban continuamente de la suerte del cabezón, que no tenía que sudar la camiseta, pero sí que era listo para llenar la panza. La madre argüía que se trataba de carne  de su carne, igual que los demás, y que no pensaba dejarlo abandonado como a un perro. ¿Trabajar? Lo hacía hasta donde le permitían sus entendederas. «Ay, si vuestro padre viviera». Platón estuvo presente en los balbuceos literarios y los versos se fueron descolgando como racimos maduros. María era un nombre bello, inspirador, ventanal de tardes de lluvia y que al pronunciarlo, la boca se llenaba de mujer. Tal vez a la madre de Antonio le faltaba eso, una raja más en la familia en medio de tantas pelotas. Sobraban camisas con olor a salitre y escaseaban sostenes en la unidad familiar. Más ello no era óbice para que la tinta siguiese fluyendo y almacenando energía para el gran día que sin duda habría de llegar. El guijarro, de las violentas chispas, cedería su lugar al socorrido asfalto y las oportunidades se vislumbraban en el horizonte. Antonio cada vez se encontraba más solo y le estaba llegando el momento de convertirse en hijo único. Pocas personas hablaban con él, por eso, cuando le llevaban a la gran urbe donde nadie le conocía, él se mostraba amable, sonreía y trataba de conseguir ese gesto de bondad que no veía más que el rostro de la madre que lo parió. «Yo soy útil. No vivo sólo para alimentarme. Me porto bien con la gente». Llegaron las ondas para poner adorno el verso y la prosa se atrevió a emerger en el mar de la letra impresa; eran días de gloria, juventud y azahar desparramado por calles llenas de humanidad. Los cajones se fueron llenando y nada parecía detener el impulso de la obra creciente. Antonio cayó en desgracia. Su única protectora fue atacada por un mal incurable y los pasillos de batas blancas habrían de convertirse en su nueva morada; quedó aún más solo, hundido en el pico de la almohada de una habitación compartida. Nacieron días de treinta horas, paseos interminables por dependencias y jardines: todos eran sus amigos, mendigaba un bocadillo y un cigarro como postre. Su figura infundía compasión y tan sólo echaba de menos la sonrisa de su madre. Se perdió. El tren de la letra impresa, del folleto informativo, del calor anónimo, de la media naranja, no llegaba al apeadero y el calendario amontonaba hojas y hojas. Miles de personajes, situaciones, giros, paisajes, horas, puntos y comas, reposaban el sueño del guerrero; fueron al frente, a combatir, pero olvidaron el escudo. Una inocente lucecita permanecía encendida en el fondo del túnel. Había que tener valor para acercarse a ella. ¿Y si faltase escuela? Antonio no necesitaba saber leer ni escribir; nadie se lo exigía, le daban o no le daban, pero ningún hombre ni mujer le pedía que le firmasen nada, ni que le leyese ninguna carta. Aprendió a saludar a aquellos que le correspondían y a los que no, les obsequiaba con una sonrisa. Si alguien pretendía mantener con él una conversación terminaba dándole tabaco y olvidándose del asunto. Tampoco lo intentaban muchos. Una mañana, una fría mañana de enero, cuando Antonio fue a saludar a su madre, ésta no le respondió, una lanza perdida le había atravesado el corazón y no le dio tiempo de despedirse de su hijo. Llegó un tramo de incertidumbre y el río de tinta se secó, nadie reclamaba nada, Antonio intentó volver a su hogar y se encontró con un muro de ladrillos. Los campos perdieron su perfume, los pájaros olvidaron su trinar, la gente caminaba de un lado a otro en profundo silencio; ni el motor de la jungla asfáltica emitía el más leve ruido. « ¿Estaré ciego? ¿Habré perdido el oído?» «A mí me gustaba escribir, componer, decir lo que siento: crear mundos imaginarios, contar la vida que se lleva dentro». Antonio dormía en las plazas y mendigaba pan y cigarros. Le llevaban y le traían en coche —de paquete—, volvía a las vitrinas de la cocina que tantas veces había contemplado. Iba y venía. Siempre el mismo camino, las mismas palabras. Alguna dama bienhechora le lavaba la cara y le afeitaba. Él le pagaba con una sonrisa. Aquel invierno fue crudo, las aguas torrenciales arrastraban todo a su paso y al igual que ocurre con un lavado de estómago, el organismo quedó dispuesto para continuar la senda perdida. Se abrieron cajones, se le colocaron cargas nuevas a las plumas, se iba a lanzar la piedra y esperaba oír el brusco encontronazo con el fondo del pozo. Más no se oía nada ¿de verdad habría que emigrar para conseguir colocar lo escrito?, ¿faltarían contactos adecuados que indicasen el camino correcto? Carpetas que se apilan y el eco  que no llega. Un día —de manera accidental—, Antonio se quedó dormido en un banco del patio, cayó al suelo y se hizo daño en el costado; fue internado en un sala continua a la que ocupó su madre. Todos le conocían. Su gruesa figura se vio adornada por un pijama celeste que Antonio lucía orgulloso por cuantos rincones merodeaba. Ahora comía caliente, no necesitaba acudir a la puerta del bar. Si iba lo hacía para saludar a sus amigos y obtener algún cigarro. Unos le correspondían, otros se burlaban y muchos le ignoraban. Los labios de Antonio no distinguían sectores, se mostraban alegres de cualquier forma. Cuando las circunstancias lo aconsejaban, Antonio abandonaba su plaza a favor de alguien más necesitado. Volvía a su uniforme de calle y a deambular ayudando al portero, al cocinero, al celador, al mozo. Situaciones que se repetían —como le ocurría al personaje de uno de sus relatos favoritos— y conforme iban sucediendo con más frecuencia, la mente no acertaba a situarse en el lugar adecuado. De dentro surgía un fuego demoledor que se traducía en aguas azuladas: a una orilla Antonio, su inocencia, sus pocas luces, su vida que no era vida pero que estaba ahí y sin él saberlo se había convertido en el centro de atención de un folio inmaculado; al otro lado una multitud rugiente, caminantes de una misma dirección y de la que de cuando en cuando destacaba una cabeza que miraba de soslayo. Nadie se paraba. Antonio tenía a su alrededor una gran familia de autómatas que de cuando en cuando le devolvían la sonrisa. Era un grano de arena moreno en una playa desierta. No existía, porque nadie hacía lectura de lo que él significaba.

Llegó el amanecer y Antonio aún seguía ahí. Aunque  ¿Era él o era yo?

 

 

Semblanza:

José Rodríguez Infante, nace en Paymogo el 12/08/1951, bloguero y autor de numerosas obras tanto en narrativa como en poesía. Colaborador de revistas y prensa diaria. Trabaja en el Hospital de San Lázaro de Sevilla. Su obra inédita (novela, poesía, cuento), fraguada a lo largo de toda una vida. Tiene publicada las novelas “Trece días” en Publicatuslibros.com, y “Cuando los bosques mueren” en la editorial Amarante. De igual manera ha publicado los libros de relatos “A la sombra de la Encina Gorda” en la Sociedad Pagos de la Sierra y “Una parada obligatoria” en la editorial Círculo Rojo.