Cuento «Almas incomprendidas» por María Elisa Robenolt Lenke

Cada día volvía de la escuela con marcas; todo el mundo se burlaba de mi hermana menor. Nadie entendía su delicadeza, ni que había nacido en un cuerpo diferente al que ella quería, su modo de vestir diferente, y su poco interés por los juguetes considerados por ignorantes como de varón. Al parecer cada cosa tenía género, cada nena que jugara a la pelota la consideraban machona, y cada varón que jugara con muñecas le pegaban y se reían de él. Algunos lo llamaban raro, freak o enfermo. Pocos lo trataban de ella y lo comprenden.

Nadie parecía darse cuenta, o a nadie le importaba lo suficiente. Mi padre se pasaba trabajando y el poco tiempo que estaba en casa no quería pasar tiempo con nosotros, prefería dormir, ver televisión, o salir con sus amigos. Mamá estudiaba, trabajaba, y cuando estaba en casa estaba cocinando, limpiando o viendo televisión. Mis hermanos, preferían burlarse de él y mantenerlo alejado de sus amistades, era obvio que les daba vergüenza.

Mi pobre hermana se la pasaba encerrada en su cuarto, llorando, jugando con sus muñecas, o jugando a ser modelos con mis vestidos. Yo era la única que la entendía, que se molestaba en jugar con ella, que la defendía y hasta se sentaba a hablar, e intentar ayudarla.

La defendí cada vez que pude, y hasta me pegaron alguna vez por ello. También se burlaban de mí, pero a mi no me importaba, al menos eso aparentaba. No iba a mostrar ningún signo de debilidad frente a bullies abusadores. Prefería llorar en la oscuridad y no contarle a nadie mi rabia y mis problemas.

Desperté lista para ir a la escuela, una vez más mi pequeña hermana no quería ir. La dejé vestirse con su vestido favorito, y la caminé de la mano. La defendí de los gritos malvados, burlas, piedras, y hasta alejé a algunos que intentaron pegarle. Salió de la clase con un pantalón usado y una camisa que le quedaba grande. Le pregunté por su vestido y llorando me dijo que la maestra le pidió que se cambiara la ropa, que no podía venir vestido así a la escuela. Enojada fui a reclamarle, por qué le había hecho eso, y respondió que yo era muy chica para entender. Y que si venía vestido así una vez más iba a mandarlo de vuelta a la casa. Con rabia le pregunté qué clase de mensaje era ese, y la amenacé con hablar con la directora de la escuela. Salí de su salón y me dirigí a la dirección. La directora me dijo que no podía hacer nada por él, y que sería mejor si se acostumbraba a vestirse como hombre para evitar burlas. Poco le importaba promover la igualdad, luchar en contra de la discriminación, mucho menos los derechos humanos de mi hermano.

Llegamos a casa con rabia, y con un inmenso sentimiento de injusticia. Obstinada frente a tal acto de injusticia decidí contarle a mi madre, para que fuera a hablar con la directora. Poco me escuchó, nomás me dijo: “ El mundo no está preparado para recibirlo ”. ¿Qué clase de respuesta era esa? ¿Quién es el mundo ? ¿No somos nosotros mismos el mundo ? ¿No era nuestro deber informar, educar y explicar a la gente los diferentes estilos de vida, sexos o géneros? ¿Si no lo hacía su familia quien iba a hacerlo? Sentía que estaba rodeada de un montón de ignorantes.

Mientras tanto, otra noche más que mi hermana menor se acostaba llorando. Nadie hacía nada por entenderla y ayudarla. Me acosté a dormir una vez más desilusionada con el mundo y con mi familia, y pensando una vez más en cómo podía ayudar a mi hermana.

Amanecí escuchando un montón de gritos y voces ajenas. Me vestí y me dirigía a despertar a mi hermano pero un montón de gente bloqueaba la puerta de su cuarto. Nadie me dejaba entrar, todos lloraban, y decían que lo lamentaban mucho. Yo no entendía nada, hasta que escuché a mi madre golpeándose a sí misma. Una tristeza inmensa inundó mi corazón, y llenó mis ojos de lágrimas. Había perdido a mí mejor amiga. Mis palabras se habían hecho silencio, mis sonrisas habían sido reemplazadas por tristezas. No tenía ganas de comer, ni de hablar ni de nada.

Vi pasar otro día más pensando en qué podía haber hecho diferente. Todo el mundo caminaba con tristeza en la cara, algunos me decían que lo lamentaban, otros me abrazaban.

Esa noche decidí poner parte de mi ropa en la mochila, y me escapé de esa casa con falta de valores. Poco duré sin tener a donde ir, y hambrienta.

Después de tres días volví a casa, mi madre me recibió llorando, me cocinó mi comida favorita e increíblemente me ofreció su apoyo incondicional en lo que fuese. Mis hermanos parecían tener una mirada especial hacia mí, como con cariño, creo que fue la primera vez que me sentí realmente querida.

Lamentablemente, tuvieron que sufrir la pérdida de mi hermana menor y mi desaparición por unos días para darse cuenta del trato inhumano que nos estaban dando.

Me acosté a dormir deseando con que el mundo se contagiara con su comprensión y cariño y deseando poder ver una vez más a mi hermana menor. Mi mente no paraba de pensar en el resto de niños como mi hermana, lo que podían estar sufriendo. Me prometí a mi misma hacer lo imposible por ellos, recé por la humanidad entera, por su comprensión y aceptación a los diferentes.