Cuento «Allá en Villa Nueva» por Judith Gil

Según yo, hoy era otro día normal; lástima que lo “normal” y lo común y corriente de cualquier otro día quedara en eso: en el decir, en una sola frase de tan sólo cinco palabras que después de un rato se esfumaría.

Recuerdo que era otro lunes como cualquier otro, era junio y hacía bastante calor. También recuerdo que hacía poco que había terminado el ciclo escolar y por lo tanto me había dado el lujo de levantarme alrededor de las 10 de la mañana, una hora que, para las otras personas del pueblo significaría ya haber perdido la mitad de un día productivo; sin embargo, para una muchacha de tan solo 18 años, ¿qué tanto le podría eso importar? Digo, no es que anduviera por la vida sin que nada me importase pero estaba en pleno auge de mi juventud y, si soy honesta, yo no he sabido de gente que se muera sólo por levantarse más tarde de lo habitual.

Me duché con agua fría, porque si había algo que realmente odiaba era el hecho de sentir mi piel “pegajosa” por el sudor: algo parecido a cuando se te cae refresco en la ropa, me hice mi turbante con una toalla para que se me secara rápido el cabello y me envolví como taquito en otra. Ya en mi cuarto decidí ponerme un pantalón de mezclilla y una blusa bordada, puesto que, si bien era joven, también me gustaba recordar de dónde venía. Tampoco es que viviera en un pueblito ciento por ciento rústico dónde ni luz hubiera, pero tampoco vivía en la capital, ni mucho menos en esas ciudades grandotas dónde mucha gente va y compra ropa por montones. De hecho, yo diría que Villa Nueva, dónde vivía, no le pedía nada a cualquier otro pueblo que estuviera a unos 30 minutos de la capital: teníamos escuelas, consultorios, mercados, todo lo necesario para vivir.

Terminé de secar mi cabello y después me lo arreglé en una trenza. No era muy dada a maquillarme, pero a decir verdad, siempre había querido parecerme a las muchachas que salen en las revistas que de vez en cuando mi madrina me trae porque a ella no le gustan y también porque no les entiende, y pues yo tampoco entiendo lo que dicen porque están en inglés. A veces reconozco una que otra palabra de lo que me han enseñado en la escuela pero hasta ahí, no más.

Hacía más o menos tres semanas que había ido con La Chelo a que me pintara el cabello: rojo cereza o algo así me había dicho que me había puesto. La verdad es que me había gustado bastante y con mi piel medio blanquilla se me veía bien, ya hasta me la había empezado a creer, pues todos me chuleaban. La cosa es que ya se me empezaba a notar la raíz y entonces anoté mentalmente que no se me olvidara pedirle dinero a mi papá para irme a hacer un retoque.

Para no hacerla de emoción, al final sólo me puse un poco de rímel, chapitas en los cachetes y un poco de labial rojo. Escogí unos huaraches con piedritas y bajé a desayunar, y como siempre, no había nada. Mi papá había dejado dinero en la mesa para comprar el mandado de la semana y mi mamá, bueno, para mi ella era un caso perdido, no es que no la quisiera, pero me ponía mal el hecho de que no reconociera que tenía un problema, más bien: muchos. El primero de ellos comenzó hace más de un año cuando se le metió la idea de querer tener otro hijo, fue con varios doctores y le dijeron que por su edad ya era un poco riesgoso: tiene 42 añotes bien vividos. En fin, poco después se comenzó a sentir mal, otra vez fue al médico y después de bastantes estudios le detectaron cáncer en la matriz, le hicieron no sé qué tantas cosas pero nada le resultaba y al final le dijeron que, o le quitaban la matriz o se moría, optó por la primera opción, pero desde entonces es como si ella se hubiera muerto. Dejó de ser alegre, descuidó la casa, nos descuidó a mi papá y a mí y lo que faltaba: comenzó a tomar y a fumar. Ya no le importaba su vida: ya no le importaba nada.

Así que para no lidiar con eso, decidí ir a hacer la compra de las semana y ahí mismo desayunarme unas gorditas de con Doña Martha.  

Fui por una bolsita de esas que no estorban para nada, eché mis llaves, mi labial y me fui para el mercado; no estaba muy lejos de mi casa, como a unos 15 minutos caminando. Me fui por el lado de la sombrita porque hacía bastante sol.

Apenas había caminado un par de cuadras cuando sentí que alguien me tomó por la cintura. “¿Cómo has estado nena?” me dijo. Reconocí esa voz: era de un muchacho que nunca me dio confianza, se sabía que andaba en malos pasos, se llamaba Carlos pero todos  le decían El Charly porque se había ido un tiempo “al otro lado” a trabajar y pues masticaba un poco el inglés y ya se creía mucho. Acto seguido me lo quité de encima. “Déjame por favor, vete a hacer tus cosas”, le dije y seguí caminando; “tú siempre tan propia y bien portada, pero un día de estos, un día de estos, un día de éstos mi reina…”.

Por fin me dejó y seguí caminando para llegar al mercado lo más pronto posible. Cuando llegué a mi destino de cierta manera me sentí a salvo, pues había mucha gente y entre tal multitud nada me podría pasar, o por lo menos si otra vez se aparecía El Charly las personas podrían ayudarme. Villa Nueva es un pueblo chiquito, aquí todos se ayudan y todos se conocen, o bueno, eso era lo que yo pensaba.

“Llévele, llévele, güerita, ¿qué le vamos a dar? Todo fresco, todo recién cosechado” decía don Pepe, a quién siempre le compraba la fruta, ya que así como lo anunciaba todo parecía recién traído del campo y el precio era bastante razonable; ese día llevé mango, fresas y manzanas. “Son 54 pesitos” me dijo y yo le pagué con un billete de veinte y otro de cincuenta. Seguí caminando, pasé con doña Flora a comprar verdura, me gustaba ir a su puestecito porque siempre me regalaba cosas y de todo se ría, “qué bonito labial, Mónica” me dijo mientras me ponía en una bolsita los pimientos y nopalitos que le pedí, “ya sabe, cuando quiera nada más me avisa” le contesté; “¿qué más te voy a poner, mi niña?” me preguntó, “yo creo que unas calabacitas, zanahorias y champiñones, doña Flora” le respondí, me terminó de despachar, le pagué y en efecto: me había dado un par de chayotes de pilón.

Pasé casi corriendo y manteniendo la respiración por el puesto de pescado de doña Eloisa, tal vez era una exagerada pero si había una comida que detestaba en este mundo era el pescado, más que nada por el olor, no lo toleraba ni crudo ni mucho menos cuando lo freían, o peor aún, cuando lo hacían caldo, se me revolvía el estómago tan sólo de pensarlo. Seguí caminando, pasé por montones de puestos de chuchería y media y me detuve a comprar queso. “Hola, ¿me puede dar un cuarto de queso molido y medio de asadero por favor?” le dije a quién atendía; me despacharon rápido y ya por último pasé a comprar algunas cosas de esas que vienen en granos y tienes que poner a cocer tú. En una bolsita me eché tres palitas bien servidas de frijolitos, en otra eché lentejas, en otros garbanzos y pedí también chile seco y un cuartito de almendras.

Ya iba bien cargada, las bolsas pesaban bastante y ya también me moría de hambre, así que me dirigí casi al final del mercado, por dónde están las fonditas y fui al puestecito de doña Martha, le pedí 3 gorditas: una de chicharrón, una de mole y otra de frijoles. En el puesto de enfrente me compré un litro de agua de frutas con mucho hielo. Me senté en la barra a esperar mi comida y sin querer escuché la conversación de dos señoras que estaban junto a mí: “¿sí supiste?” Le preguntó la que estaba junto a mí a la otra, “¿de qué? Últimamente he andado muy ocupada que no me entero de nada, ¿qué pasó?” le contestó la otra, “pues que encontraron a una muchacha tirada en la carretera, pero ya estaba muerta la pobrecita, todavía no saben bien lo que le pasó…” le decía la señora junto a mi cuándo me trajeron mi comida.  Desayuné muy rico ese día, que se me olvidó por completo lo que estaban diciendo las señoras. Acabé de comer, pagué y me regresé a mi casa. Salí del mercado y tomé exactamente el mismo camino que me había llevado a mi destino y ahora me llevaría de regreso a casa, sin embargo, eso no pasó: yo diría que más o menos a la mitad del camino entre mi casa y el mercado, alguien me tomó por la espalda, me puso algo en la cara y ya después de eso re cuerdo de nada, sólo que escuché algo así como: “ya ves, te dije que en cualquier momento mi reina…”.