Cuento «Agare» por Víctor Lowenstein

 

Agare despertó en el fondo de un largo pozo, sin saber cómo había ido a dar allí, y sin saber quién era Agare. Su memoria era otra fosa vacía de todo cuanto pudiera recordarle su identidad y su pasado. Largo rato permaneció acurrucado en el fondo de piedra; la cabeza hundida entre los brazos y las manos abrazando las rodillas raspadas, seguramente en la caída. Se puso de pie al fin, tras razonar que era momento de remediar su situación. Esa determinación le reveló, al menos, algo que podía sospecharse: Agare no era un débil; Agare era de los que saben tomar decisiones. Se puso de pie cuan largo era, maravillado de su propia estatura. Tenía el cuerpo de un guerrero, de un rey. Sus brazos llenos de cicatrices le confirmaban lo primero; su pecho erguido le hacía sentir la gallardía de lo segundo. Se propuso escalar las paredes del foso.

La ascensión no era difícil. El hoyo de roca no era mucho más ancho que su cuerpo.  Arriba, por la boca de piedra se divisaba el estrellado cielo nocturno.  Aferrando con los dedos las salientes pedregosas, podía, sin mucho esfuerzo, escalar los metros que quedaban hasta la superficie. Se sentía cansado y un poco hambriento; quien sabe la cantidad de tiempo que había pasado metido en ese agujero. Subió con destreza las primeras tres cuartas partes del foso, y le sobrevino la fatiga. Los dedos se le acalambraban sobre las frías rocas y le temblaban las rodillas. Bien sabía Agare que detenerse en ese tramo era lo mismo que dejarse morir, pero no era hombre de renunciar a sus cometidos. Desestimando el dolor, prosiguió del ascenso a sabiendas de lo poco que faltaba para arribar a la superficie, donde ya parecía clarear el alba. Su cabeza ardía por el agotamiento; transpiraba copiosamente, pero no era eso lo que más lo inquietaba.

Curiosamente, sus preocupaciones estaban más allá de toda fatiga física, y de la ansiedad de pisar un suelo que estaba a unos cuantos metros por encima de su cabeza. Lo turbaba otro tipo de desasosiego. La pérdida de memoria era angustiante; lo era más los oscuros motivos que la habrían podido causar. La intuición lo prevenía de intereses e intrigas que mueven a algunos hombres a buscar el infortunio de otros, y su caída, vaya infortunio, debía tener responsables. Se juzgaba intrépido y fuerte, al subir el último tramo de la curva pared, sabiendo que no son las cualidades de ninguna torpe criatura que se deje caer en una fosa de piedra.

Alzó los ojos hasta la boca de la fosa; a un cielo que clareaba el incipiente amanecer. Le alegró saber que la luz del sol lo encontraría fuera de ese pozo; que la realidad no lo engañaría con el disfraz de sombras confusas de la noche siempre peligrosa. La misma intuición que lo prevenía de los actos deliberados de los otros lo aprestaba a prepararse a recibir verdades mucho menos luminosas: un varón bendecido con su porte solía ser tan amado como odiado; tan bendecido por los dioses como aborrecido por sus enemigos.

En cuanto sus uñas arañaron las rocas de la superficie, sus aguzados oídos captaron unos gruñidos. El olfato no lo engañaba; familiares hedores le anunciaron la presencia de una horda de rebeldes. Con rabiosa fuerza se impulsó hacia afuera; la mitad de su cuerpo llegó a conocer el nuevo día. Bastó un instante para reconocer al grupo. Los brutales seres, las simiescas figuras, tomaban piedras de las canteras y se las arrojaban entre gritos de soez malignidad.

Agare no tuvo tiempo de invocar Dios alguno, de ensayar una mueca de desagravio. La primera piedra dio de lleno en su cráneo. Resbaló por el túnel, y mientras caía, recordó algo. Recordó quien era Agare, y supo por qué las criaturas que lo acababan de traicionar lo habían amado alguna vez, y porqué el amor y el odio son ilusiones de un mismo juego insensato que la humanidad practica con milenaria ignorancia.

Cayó al fondo con todos sus huesos rotos, su carne ensangrentada. Por fortuna murió antes de haber sentido ningún dolor, y, por fortuna divina, también, sí llegó a sentir y a saber lo que muy pocos reyes guerreros alcanzan a aprender en el transcurso de sus cortas vidas; pues Agare se llevó a la muerte el tesoro del conocimiento, que los filósofos anhelan desde los tiempos antiguos pero que a menudo no llegan a adquirir ni aún en el final de sus longevas existencias.

 

 

Semblanza:

Víctor Lowenstein. Escritor y corrector literario. Autor de los libros: Malamuerte y sus historias; Taratología de los espejos; Paternóster y Artaud el anarquista. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores y la Biblioteca municipal sanisidrense de Buenos Aires.