Cuando florecen las nochebuenas…

Hace algunos meses (muchos para ser impreciso), la casa donde habito recibió poco más de una decena de varas de nochebuena, una planta tradicional característica de la época navideña, nativa de nuestro país y muy apreciada por ello en todo el mundo. Doña Lilia, responsable del obsequio, dio instrucciones precisas para poder contar con estos hermosos ejemplares del reino vegetal en algún sitio del patio o incluso en una maceta: bastaba enterrar unos 10 centímetros en vertical los tallos y permitir a la naturaleza hacer lo suyo, con cariño y suficiente agua. 

Previo al invierno de hace dos años recordé haberlos puesto a buen resguardo, así mis perros no tendrían oportunidad alguna para usarlos como algún tipo de artificio lúdico, ni como alimento por alguna de las múltiples especies de insectos avecindados en el pequeño traspatio. 

Sembré tres de ellos en aquel entonces y, para fin de ese año, aunque pequeñas, hubo en este espacio un poco de ese algo esperado por medio planeta cada 12 meses. Aquellas lejanas navidades, coloridas cuetlaxochitl (“flor que se marchita”, en náhuatl), rompieron el gris de las paredes y modificaron para bien el ambiente alrededor.

Inexplicablemente, a finales de febrero, las plantas, sus tallos, las hojas e incluso la tierra, antes buena para ellas, murieron. Ahí dejé los restos, después de todo podrían hacer las funciones de abono e impedir el mismo fin para las sucesoras, si es que alguna vez habría alguna…

Pasó el tiempo y el espacio permaneció así. Ese fin de año no hubo adornos, ni luces, ni enormes y maravillosas flores rojas para dar un poco de color a la cotidianidad ya amenazada por rumores de muerte al otro lado del mundo, en Asia.

La versión se confirmó en enero y, para febrero, México se unía a la enfermiza globalidad y reportaba los primeros casos de covid-19. Inició en Ciudad de México, según informaba Hugo López-Gatell la tarde del día 28 de ese mes en este año bisiesto. 20 días después, ocurrió el primer deceso por causa del coronavirus SARS-CoV-2 (Síndrome Respiratorio Agudo Grave), responsable de la enfermedad.

La reacción no fue inmediata, pero la hubo. Las autoridades determinaron informar cada día todos los días sobre su avance en el territorio y bombardear a la población con diversas estrategias y medidas para evitar contagios y tratar de eludir a una pandemia cuya presencia ya menguaba a algunos países en Europa y provocaba reacciones de todo tipo: desde cuarentenas obligadas hasta la caída de las economías alrededor del planeta.

Para marzo 23, quienes dicen dirigir el país determinaron aplicar un Programa de Sana Distancia y detuvieron actividades no esenciales, suspendieron la asistencia a escuelas y cancelaron todo tipo de eventos masivos para evitar la propagación del mal, pero la cifra de fallecimientos aumentó.

A insistencia del sector salud hubo necesidad de permanecer en casa, de habilitar nuevos esquemas de vida. Se implementaron actividades escolares a distancia y, quienes pudieron, debieron aprender a trabajar en reclusión. Una gran mayoría no pudo atender las recomendaciones, estuvieron y están obligados a salir cada día: si no lo hacen, no comen, así de real fue, es, nuestro México.

Por ahí de julio era evidente: la enfermedad no cedería y las cosas, pese a los augurios de los especialistas y responsables de dirigir a la Nación y al mundo, se ponían cada día peor. La infodemia (generación y generalización de noticias inexactas o francamente falsas), se hizo presente, así como el debate sobre los beneficios en torno al uso de cubrebocas, la posibilidad de contar con una vacuna efectiva en el corto plazo, la molestia y el hartazgo de la población por todos lados al extender las medidas de confinamiento voluntario, la fluctuación de las monedas y hasta las especulaciones sobre el crecimiento económico global, entre otros temas no menos importantes.

“Año bisiesto, año siniestro”, dice por ahí un refrán popular. Ignoro la certeza de la afirmación y solo recuerdo la lógica a partir de la cual hay años de 366 días: se trata de una especie de ajuste temporal sucedido cada 48 meses porque cada año en realidad tiene 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45 segundos. Algo se debe hacer con el tiempo restante, por eso desde hace varios siglos se determinó agregar un día a febrero cada 4 años.

Lo cierto es que este 2020 ha honrado la frase, ni duda cabe. Solo en nuestro país, las cifras oficiales contabilizan 92 mil 593 fallecimientos y más de 938 mil casos acumulados con al menos 42 mil 725 activos; la Plataforma de información geográfica de la UNAM sobre COVID-19 en México, hace dos semanas reportaba 4 mil 902 casos diarios y 328 decesos.

Este año no ha sido el mejor, ni duda cabe, aunque ha traído consigo también pequeñas satisfacciones: en el caso particular, las varas restantes de cuetlaxochitl fueron sembradas nuevamente en el mismo sitio de sus predecesoras y todas, a excepción de una pequeña, rota y atacada por insectos, murieron. 

La una está ahí, hermosa, vibrante y maravillosa, al igual que este 2020 que, por cierto, aún no termina…

Twitter: @aldoalejandro