Leo todo lo que publica Manuel Moyano. No porque sea amigo mío sino porque disfruto con su literatura. Rara vez me defrauda. Sus ficciones alcanzan, a veces, esa cima que todos los escritores buscamos. Y, hasta ahora, todas sus no ficciones me han resultado entrañables, que no es poco.
Estos Cuadernos de tierra tienen la magia del libro de viajes y también una parte novelesca que persigue a nuestro autor. Digo novelesca para despistar. Otros adjetivos serían más precisos, pero dejarían al descubierto lo que interesa esconder para que el lector se lo encuentre de forma inesperada.
Manuel Moyano consigue, con Cuadernos de tierra, la complicidad del lector. Los viajes que emprende son completos. Se podría decir que se entrega en cuerpo y alma para encontrar quién sabe qué o para perderse en sí mismo con el fin de encontrarse.
La prosa, como en él es habitual, fluye sin brusquedades de ningún tipo. El tono es amistoso, epistolar, como si le estuviera escribiendo una carta al amigo lector. La estructura es natural, espontánea, la misma historia la moldea. El ritmo es vivo, el camino es largo y no conviene entretenerse más de la cuenta.
He caminado junto a Manuel. He sufrido con él. No he comido lo mismo porque soy medio vegetariano. Le he velado mientras dormía al raso y me he despertado a su lado dispuesto a reemprender la marcha. He investigado, he reflexionado, me he hecho las mismas preguntas y probablemente he sacado las mismas conclusiones.
Cuando un libro te arrastra de este modo, ha de ser un gran libro por necesidad. El arte de contar trata de eso, de meter al que escucha en tu universo particular. La voz de Manuel Moyano impregna unos Cuadernos de tierra que me han subyugado, no hay distancia cuando alguien se hace sentir desde la distancia.
«El buen tiempo y los días largos de verano enardecen el alma del peregrino. Un año después de surcar las sierras de Albacete anhelaba de nuevo “el tacto del camino, su mordedura, su caricia”, como certeramente escribió Cela, cuyos libros de viajes por España había leído con fruición durante mi adolescencia. Así que, cierta noche de mediados de agosto, decidí preparar la mochila y dejar todo dispuesto para partir en cuanto despuntara el alba.
El autor viajó solo, escribió solo, y finalmente se encuentra con que el lector, al revivir sus viajes, se convierte en su cómplice dando sentido a una obra indispensable. Cuadernos de tierra es —quizá— la aventura que todos querríamos escribir si tuviésemos el coraje de vivirla primero.