Crónica “Noviembre” por Nehemias Vasquez

Ver el amanecer no significa despertarse. Los científicos definen a los “nortes” como masas de aire frío que se desplazan desde Canadá y Estados Unidos hacia los trópicos arrastrando con ello suficiente humedad que incrementa considerablemente la cantidad de lluvia en la temporada invernal. Ya habían pasado cuatro días desde que el “norte” había empezado en la localidad. La lluvia se conformaba de una fina cortina de diminutas gotas que danzaban en la intensa racha de aire que había estado circulando de norte a sur en el Istmo del país, tal como ocurre cada año en estos meses. El frío era intenso tanto afuera de la casa como dentro de ella, después de cuatro días de fuertes vientos y alta humedad relativa era comprensible que las coloridas casas de paredes de adobe, lodo, tablas y palos rollizos, cedieran a la insistencia del frío, que penetraba a través de los no tan diminutos espacios de los tejados de palma de guano, zacate, láminas de cartón y otros materiales locales que predominaban en la localidad. Esa lluvia constante producía resfriados al por mayor, que hacía que mucha gente no se fuera a bañar por estar hasta a nueve grados centígrados de temperatura, con sensación térmica de cinco. Ese increíble frío, que en verano cuando la sensación llega a cuarenta y dos grados, nadie apostaría a que el estado del tiempo se vuelva tan extremo durante algunos días en el periodo invernal. Pero vamos, el aire del norte viene del norte, del aire frío del Golfo de México. En esta época del año, las lluvias frecuentes hacen que el suelo alcance, lo que los agrónomos llaman punto de saturación y se reconoce fácilmente porque se empiezan a formar charcos, pues el suelo deja de drenar por efecto de la gravedad y el agua se mantiene en la superficie, produciéndose el efecto de lodo. Sí, ese lodo que, dependiendo del tipo de suelo, provoca resbalones que pueden llegar a ser peligrosos si no se tiene la precaución, habilidad o fortaleza para bien caer. O en otros casos, cuando no se usan botas de hule, se corre el riesgo de perder la suela del zapato. 

Hace cuatro días, justo cuando empezaba a correr el aire previo a la llovizna, fuimos a jugar fútbol. Ahí estaba Bern, que en realidad se llamaba Bernabé, nombrado como aquel apóstol del Nuevo Testamento por sus padres adventistas. Como todas las tardes en que jugábamos fútbol, llegábamos a la cancha a las cinco de la tarde, pateábamos el balón durante media hora, algunos tiros eran desde el límite del área grande en ese campo que recién habíamos trabajado y le llamamos “el cuadro”. Ese campo nuevo en el que la cementera nos apoyó con la maquinaria pesada e hicimos tequio para arrancar las raíces de los árboles de ceniza, con tequio se aplanó y con tequio se sembró el pasto y que era el orgullo de la localidad. Ninguna de las localidades vecinas tenía un campo de fútbol como el nuestro, por ejemplo, el campo de la estación que está al otro lado del río se inundaba en época de lluvias, el de Ocotal, que está a tres kilómetros al sur, el saque de banda se hacía, literalmente en el borde del camino vecinal, pues no tenía las medidas reglamentarias y el campo de Carranza, era un “paridero” de vacas, donde a veces no jugábamos por obvias razones, además del frecuente estiércol que quedaba después de su uso por los bovinos. Cuando tirábamos a portería, Juanito cuidaba la portería, le encantaba llenarse de barro. Pepe buscaba siempre patear con la pierna derecha, siempre se perfilaba desde la esquina derecha del área grande, colocaba el balón siempre con la válvula frente a él, buscando pegarle al balón por el lado más duro de su superficie. Y vaya que tenía precisión a las cinco de la tarde y hacía grandes anotaciones y alejaba la bola un metro por cada turno y anotaba y reíamos cuando Juan se lanzaba y no llegaba. Pero cuando llegaban los partidos en los torneos cuadrangulares, era una pena ver que ningún balón pasaba siquiera cerca del travesaño de la portería, algo le pasaba o algo nos pasaba. Pepe erraba todos los tiros y siempre nos burlamos de él, era un tema de confianza decía su novia, ustedes no creen en él, decía de mala gana, mientras cargaba la cubeta llena de bolis que vendía a los asistentes en cada partido. 

Y por las tardes ahí estaba Bern, también tirando, un tipo sereno, tranquilo, evitaba las discusiones, bromeaba, aunque a veces yo no entendía sus chistes. Jugaba como carrilero por derecha, seguro estoy que tenía pulmones más grandes que los nuestros, porque, aunque tuviéramos en promedio la misma estatura, él podía subir y bajar en la extensión de la cancha sin agotarse rápidamente, lanzaba centros que no eran tan precisos, pero eran buenos. Y yo, yo solo era banca. Cooperaba para el arbitraje como siempre y con eso me ganaba el derecho para jugar diez o quince minutos antes de terminar el partido, solo entraba a “descomponer el juego” del rival, decía Pepe. Tú pégatele al talentoso, no te le despegues, solo estórbale. Y eso hacía, decían que era para amarrar el juego. Siempre jugué medio tosco, con mi pierna izquierda en la que tanto confiaron mis amigos pero que nunca funcionó para un centro perfecto. Y ahí estaba Bern.

Era noviembre, estábamos en la temporada de nortes, ya nos habían dicho que el diecinueve y veinte de noviembre habría un torneo cuadrangular y se iba a poner bueno, eso decían. Habían invitado a Carranza, Ocotal y hasta a un equipo del otro lado del río, que está pasando la montaña. Y es que el fútbol era para nosotros los jóvenes. Para los adultos estaba el básquetbol, deporte que ellos jugaron en su juventud en su pueblo de origen, donde los terrenos escarpados no permitían contar con una superficie plana tan vasta como lo era nuestro cuadro, además, Jordan y Pippen juntos con los Bulls eran la moda. También en el básquetbol había invitación para otras localidades vecinas, creo que el premio era como de trescientos mil pesos de aquellos años, cuando aún no perdíamos los tres ceros. Además de la res que mataban para dar de comer a todos los pobladores del ejido y sus invitados, había también palo encebado, en ese palo encebado donde colgaban morrales con premios para quien subiera y lo desatara, no sé si realmente le ponían cebo, pero de que era resbaloso, era resbaloso. Padre nunca me dejó participar en eso y yo tampoco contaba con la habilidad ni la audacia de faltar a la disciplina impuesta por Padre y solo me quedaba viendo cómo formaban escaleras humanas, como hormigas, uno se subía sobre otro y otro sobre otro, hasta que algún loco, subía finalmente ayudado de todos y entonces descolgaba los morrales con los premios que después repartiría: alguna herramienta, una cubierta, cinturón, balones, sombreros, etc., dicen que a veces había dinero. Bern alguna vez había subido y hasta donde sé, dicen que subió porque supo que ahí había un par de tenis y él los quería, no porque fueran de su número o le quedaran, solo por el hecho de hacer la travesura. 

Ese martes madre se despertó como a las cinco de la mañana, como era su costumbre, preparó café y recalentó tortillas. El tren pasaba a las siete, yo había despertado desde las cuatro y media. El frío era intenso, la llovizna seguía ligera pero constante. Iría con Padre al Pueblo pues él compraría pintura para retocar la cancha de básquetbol y yo compraría una camisa blanca y un par de zapatos para el desfile escolar del veinte de noviembre. Desde las cuatro y media estuve dando vueltas y vueltas en la cama, mi hermano menor aún roncaba cobijado de pies a cabeza tratando de exponerse lo menos posible al aire que entraba por las rendijas de la improvisada pared hecha con tablitas de huacales que Padre había comprado a un señor que vino en el tren hacía como dos meses vendiendo mango ataulfo. Un zancudo interrumpía mi descanso. Además del zancudo, las ganas de orinar se apoderaron de mí, por lo que salí hacia la parte de atrás de la casa, no sin antes abrigarme con una chamarra y un plástico impermeable encima. Después de orinar me quedé algunos minutos de pie, afuera, la brisa de finas gotas golpeaba con el efecto del aire en mi rostro. Pude sentir mi cuerpo tiritar, levanté la cabeza hacia el viejo árbol de aguacate plantado en la cerca, sus ramas se movían al compás del viento. En ese entonces, aún no se había instalado el servicio de luz eléctrica en la localidad y para describir cómo era el pueblo, lo resumiría como el ambiente más bucólico que he podido ver hasta ahora. Me fui a la cocina, no quería volver al cuarto porque sabía que, si me volvía a acostar, el calor de la cama me haría desistir al plan de viajar al Pueblo. Debía ir. De la cocina, donde le hice un gesto con la cabeza a Madre, y en lo que el café se calentaba me fui al corredor de la casa en donde estaba amarrada una hamaca, la desaté y me senté, enseguida percibí que la humedad del norte también estaba impregnada en los hilos de la hamaca, pero, aun así, me senté. Observé la variación de tonalidades de la mañana, escuché también el canto de los gallos que, pese a estar mojados durmiendo en el árbol de ciruelas, no olvidaban esa función de anunciar el amanecer, el inicio de ese ciclo del día antes de la noche. Volví con las manos en los bolsillos a la cocina, observé como Madre aún lidiaba con la leña mojada para encender el fuego y calentar el café y dos tortillas, el humo era seña de esa batalla. Escuché como Padre se levantó y se dio un baño con agua que sacó del pozo. No hace frío, me decía. No me bañé, solo fui a lavarme la cara y el cabello. Me puse ropa limpia y seca, tomé mi único par de panam viejos y los metí en una bolsa de plástico y después en la mochila. Madre ya tenía un taco de sal para mí, me lo comí mientras tomábamos café. Ya pronto serían las seis, la llovizna seguía ligera. Desayunamos un taco cada quién, en silencio. Salí nuevamente al corredor con la taza de café en la mano. Observé el amanecer. Padre me dijo que se adelantaba, sus pasos eran desde entonces, más pequeños que los míos. Pude ver el amanecer tomando aún media taza de café.

Madre dijo que me apurara, el tren no tardaría mucho en pasar y, en sus palabras, a veces se adelantaba. Por el lodo que había me fui caminando descalzo, pensaba ponerme los zapatos al llegar a la estación o donde ya no hubiera charcos en lo ancho del camino. El camino hasta la orilla del río me lo conocía de memoria, iba descalzo y expuesto al sabañón y a los hongos que siempre atacan entre los dedos de los pies en época de lluvias. La llovizna seguía uniforme y ligera. Llegué al río, ese río que, a falta de un puente, siempre había que cruzar en cayuco, y es ese río donde tío se hizo famoso por ser el primer hombre de su generación que con ese carácter indomable y temerario cruzó por primera vez con un remo y un canalete, el río crecido. No recuerdo cuánto cobraban por viaje a cada persona. El río tenía un “paredón” desgastado que año con año se movía por la fragilidad del suelo de aluvión ante las fuertes corrientes de agua en la época de lluvias. 

El río probablemente medía unos cincuenta metros de ancho. Padre ya había cruzado en el primer viaje, por eso se adelantó

. Cuando llegué, estaba desembarcando del otro lado del río el segundo viaje, entre ellos iba Bern, llevaba la gorra que más le gustaba, una gorra azul con un logo de palomita, la gorra iba con la visera en la nuca. Lo vi bajar del cayuco junto con las otras personas y dejé de prestarle atención. Esperaba mi turno, en el cayuco podían viajar sin mucho problema entre doce y catorce personas, además del “cayuquero”. Tío volvió remando por el tercer y último viaje. Muchos íbamos de compras. Una vez que abordamos el cayuco, bromeábamos o, mejor dicho, bromeaban en su dialecto, hablaban sobre el lodo, sobre la señora que se había resbalado e iba llena de lodo, del vecino que llevaba un par de bolsas en los pies para que los zapatos no se llenasen de lodo, hablaban y reían de mí, que iba descalzo para no ensuciar los tenis. Reíamos. Cuando empezamos a bajar del cayuco al otro lado del río, vimos que doña Amelia volvía llorando, venía corriendo y haciendo gestos que regresáramos, decía balbuceando que les habían disparado a los muchachos, insistía que nos regresáramos y rápidamente se subió al cayuco. 

En ese momento sentí despertar. El corazón me empezó a latir con fuerza, mis oídos estaban tan agudos que buscaba escuchar lo que ocurría a cientos de metros de ese sitio, pero solo escuchaba con suma claridad la corriente de agua y el aire que corría por el “norte”, mi respiración se volvió agitada, como si estuviera en un partido de fútbol antes del medio tiempo a la una de la tarde; de pronto mi cuerpo había recobrado esa sensibilidad al frío, sentía nuevamente el frío del “norte”, la humedad, la textura áspera de mi pantalón de tela de tercera, sentí el olor del lodo, ese olor a descomposición que me acompaña cada vez que paso por los caminos que año con año se anegan. En ese momento había despertado. Y es que era martes, recordé como padre contaba que los martes son siempre días violentos, porque tienen el nombre por el planeta Marte y por un dios romano de la guerra que era hijo de Júpiter; y es que, en martes ni te cases ni te embarques, dice la tradición popular, martes, buen día para empezar a ser supersticioso.

No escuché los disparos, ni el ruido de la gente, ni la huida. No sabía qué hacer, esperar a Padre a que volviera o abrazar la idea de que él no había sido alcanzado por los balazos. Me quedé a la espera y después empezaron a llegar dos o tres personas más. Esperamos unos minutos más a los vecinos, pues para llegar hasta la estación del tren había que caminar entre cuatrocientos o quinientos metros entre lodo, pasto estrella, cornezuelos, zarzas y una extraña planta silvestre de hojas verdes, tallo espinoso y hermosas flores blancas, que abunda hoy en la ribera del río. Durante la espera, escuchamos el pitido del tren, no nos movimos siquiera de la orilla del río, las personas del último viaje del cayuco esperamos a nuestros vecinos y parientes, yo esperaba a Padre. 

Doña Amelia lloraba, rezaba, pero no podía tener certeza de lo que le dijeron porque ella no vio nada. El que sí fue testigo, fue Hipólito, el hijo de Delfino, Delfino es el que arreglaba atarrayas y hacía hamacas en el pueblo y falleció apenas el año pasado, a Hipólito le decían el “Chunco” porque era “teco”, él dice que escuchó las detonaciones y se escabulló a como pudo entre las zarzas, cuidando que no lo vieran, corrió a avisar que no avanzaran más. Chunco cruzó nadando el río y nos dejó sus cosas, iba a avisarle al comisariado ejidal y al agente municipal. Cuando el tren dejó de escucharse a lo lejos, algunas personas volvieron, venían cabizbajos, molestos y con esa sensación que, si hubiera tenido el término adecuado, lo habría definido como indignación. Relataron que tres encapuchados estaban asaltando a las personas en la última curva antes de llegar al campo de fútbol de la estación y que, uno de ellos al ver que un grupo de jóvenes retrocedía corriendo, disparó. En ese grupo iba Bern y Chunco y otras personas, y es que dicen que Bern había sido alcanzado por una certera bala en la cabeza y había muerto en el instante, ni una palabra, ni un respiro adicional, ni una mirada a su alrededor, fue suya la primera reacción de la huida, eso provocó que no tomara precauciones y se convirtió en blanco fácil de una bala que atravesó su cráneo, por la nuca. Dicen que cayó al suelo, en el lodo, en medio del agua de su último norte, de ese norte que ya no le habría permitido ver cómo hasta hoy las mariposas de colores se posan alrededor de los charcos que empiezan a secarse cuando sale el sol, que ya no jugaría con las libélulas que en ese tiempo les llamábamos avioncitos. Algunos creyentes dicen que murió porque intentó volver atrás, como la mujer de Lot y alguien gritó que no corriera. Los vecinos dijeron que después de ese disparo siguieron algunos disparos al aire mientras los ladrones subían a sus caballos y huyeron por una brecha que previamente habían preparado, pues hasta habían cortado alambres.

Padre decía que era un pueblo de paz y rememorando hoy creo que no. A las nueve de la noche todos debíamos estar con las luces apagadas, se dormía con un machete bajo la cama y cuando se escuchaban pisadas de caballos en la calle, Padre pedía que guardáramos absoluto silencio. Al menos intentaron vendernos la idea de que era un pueblo de paz, aunque en la práctica predominaba el miedo. Asaltos, abigeato, violentos ajustes de cuentas, todo parecía una leyenda. 

Yo seguía esperando a Padre, y aunque no tenía más de catorce años reuní el valor suficiente para preguntar si sabían algo de él. Un señor dijo que Padre alcanzó a pasar a los encapuchados pero que lo vio a lo lejos que caminaba como si fuera llorando hacia la estación. 

Eso me tranquilizó un poco, pero pensé que quizá lo lastimaron. Antes de que llegara el comisariado regresé a casa. Debía contarle a madre que no pude ir al Pueblo. ¿Padre estaría preocupado?, no me vio cruzar el cayuco, escuchó la detonación, no me vio avanzar y aun así se fue. Volví a casa preocupado, descalzo y con fuertes deseos de llorar y empapado por la llovizna aún constante. En la vieja entrada del pueblo, me topé con el comisariado que iba a caballo y atrás, poco atrás, el agente municipal con tres policías comunitarios. Madre se había vuelto a acostar y cuando llegué saludé desde afuera y solo alcanzó a reír y decir que no alcancé el tren. Creo que padre se fue con esa idea, la de que no alcancé siquiera a cruzar en el cayuco. Cuando le conté a madre lo que había pasado nos quedamos sentados en el corredor, no hablamos mucho, le dije lo que escuché de lo que le pasó a Bern y madre solo dijo: Madre santísima. 

Fue su último norte, los nortes ya no sabrían igual.

Dos días después volví a despertar temprano, el norte había cedido. Las ganas de orinar a las cuatro de la mañana eran intensas por el café que había tomado a las nueve de la noche de la noche anterior, volví a salir hacia atrás de la casa y ahí, me quedé unos minutos. Ver el amanecer no es lo mismo que despertarse. Volví adentro de la casa, tomé una sábana y salí al corredor donde está la hamaca, me senté a ver el amanecer, ver cómo la tonalidad del ambiente pasaba de ser la completa oscuridad, un agradable tono azul, un color sepia y así hasta llegar a la claridad total. Me recosté en la hamaca, pero no pude ni siquiera dormitar, en unas horas estaría en la procesión rumbo al panteón, contraviniendo a las tradiciones de la familia de Bern, escuchando a la música de banda tocar El dios nunca muere. Y tocaría volver justos tiempo antes del cuadrangular, cuadrangular que tal vez jugaríamos como nunca y perderíamos como siempre, ver el desabrido palo encebado que se lo habrían de ganar los de la Cuesta, ver la pelea de dos hombres borrachos por lío de faldas, de ver que el equipo de basquetbol de Moisés era el campeón, de ver que se había institucionalizado festejar la fiesta del pueblo el 19 de noviembre. 

Años he pasado en mi trópico, ahora repito la rutina de levantarme a las cinco de la mañana todos los días, mis retoños se quedan dormidos con su madre, me caliento dos tortillas y un café en el fogón de barro y me voy a la milpa, camino por el mismo viejo camino que lleva a la estación del tren que desde hace años ya no se usa, en todo el año no tengo esa sensación de hoy, de hoy que ya es noviembre y estamos en época de “nortes”, de hoy que ha empezado a lloviznar y debo preparar el terreno para que no me ganen las prisas de sembrar la milpa antes de la fiesta del pueblo. Hoy que ya son las cinco de la mañana, que el cielo está clareando y que reconozco que pocas veces despierto al mismo tiempo en que veo amanecer. Definitivamente, ver el amanecer no significa despertarse.