Crónica «Los vecinos de la casa oscura» por Reyna Hernández Haro

Crónicas del barrio de Mezquitán

Los barrios cuentan sus historias a través de quienes vivieron en él. Quienes compartieron un tiempo determinado. Quizá en México, cada barrio pareciera repetirse en la tipología más tradicional del componente básico: los vecinos. Entonces, siempre habrá uno que coloque la música más estridente a deshoras, o el que quiera enterarse de todo lo que pasa con los demás, el colaborativo, el misterioso, el popular, el desamparado y el más viejo.  El barrio puede hacerse tan agradable o desagradable como se construya el sentido de “vecindad”.

En la acera contraria al hogar de mi abuelo hay una casa grande, pero oscura en contraposición con las cercanas.  Es una casa que durante mis años de infancia me causaba curiosidad, pues a diferencia de las otras, ella siempre se encontraba cerrada. Los portones de color marrón, las paredes con evidente descuido y aunque la estructura haya sido agradable se podía apreciar poco por la cantidad de autos y motocicletas que siempre estaban aparcadas ahí. A ella, llegó a vivir una familia de costumbres distintas.

Tiempo después que mi abuelo recolocara su tlapalería en casa, estos vecinos hicieron una remodelación en la suya para abrir una pequeña tienda de abarrotes. Cuando mi abuela se enteró de esa noticia expresaba dudas. No sabía, en aquellos tiempos, por qué siempre me decían “no te acerques a esa casa, ten cuidado cuando pases por ahí”. Fue quizá, con  la apertura de esta tiendita que comencé a entender el misterio. Supe entonces que dentro de la casa vivía una familia compuesta de un padre, una madre y tres hijos pequeños (dos niños y una niña). Los hijos eran quienes atendían el local en el que sólo había: refrescos, cervezas y algunas golosinas.

La tienda parecía el gran hoyo negro en la cuadra. Los demás vecinos procuraban no pasar por ahí, pues los autos y motocicletas continuaban. Es precisamente en esa época que la música de corridos, las carcajadas estridentes y el olor a alcohol por las noches era la constante. Cuando venía una festividad, se sumaban los balazos al aire a cualquier hora. En la primera detonación, mis abuelos y mi madre nos gritaban que no saliéramos, que permaneciéramos en donde nos encontrábamos; pues la casa de mis abuelos tiene un  espacio descubierto por donde podría caer alguna bala perdida. Un día sucedió, la encontramos en el patio, mis hermanos jugaban con ella hasta que mi abuela la descubrió y nos dio a todos un regaño como nunca. En esa época, vivíamos como en estado de sitio, pendientes a los sonidos, a bajar la mirada cuando pasábamos cerca, a tratar de no tener algún problema con esos vecinos, los intocables.

Con el ánimo de ganar unos pesos, mi abuelo ofrecía en renta la línea telefónica para hacer llamadas. Era el tiempo en que un celular no era producto masivo y por la cuadra no había un teléfono público. Por los primeros 5 minutos se cobraba una tarifa que subía por cada minuto extra. Ocasionalmente la línea recibía llamadas buscando a la vecina de al lado o llegaba la de la otra esquina para hablar con su comadre. Esas llamadas me parecían agradables.

El temor iniciaba cuando el señor de la casa oscura llegaba. Un tipo de voz ronca, de esas que se dicen “aguardientosas”, con bigote espeso y tono directo “me comunica a este número”. Entregaba un papelito con lada de Sinaloa. Cuando la gente hacía llamadas, yo prefería entretenerme en otras cosas, pero cuando él aparecía, mi deseo era salir corriendo. Muchas veces no entendía sus conversas, parecían datos inconexos. Mi abuelo me había dicho “cuando llegue él, no te preocupes, comunícalo y no pongas atención  a lo que dice, si te paga está bien, si no, tú anotas y luego yo veo”.

Las llamadas luego se hicieron más constantes. Frente a su casa se estacionaban más autos que duraban poco tiempo, pero obstruían mucho la vialidad. En ocasiones se escuchaban gritos fuertes y sonidos que queríamos interpretar como algo que caía, aunque a veces eran secos. La tiendita por tiempos abría, pero generalmente se mantenía cerrada. La casa oscura parecía gobernar la cuadra, el sitio por el que nadie quiere pasar o imaginar siquiera que existe.

La mujer, la madre, casi nunca salía. No era como las otras mujeres que todas las mañanas se les veía barriendo su parte de la acera y conversar de los niños. No, la mujer de esa casa era como un fantasma y cuando se le veía por la cuadra aparecía desaliñada, con el cabello revuelto, la ropa tres tallas más grande. Una ocasión llegó ella y no su hombre a la tlapalería mostrando el mismo papelito y pidiendo se le comunicara. La miré, parecía temerosa. En su pómulo derecho había un moretón grande. No pregunté ni dije más. La comuniqué a Sinaloa.

La presencia de la mujer se hizo más constante en la tlapalería, en ocasiones llegaba por las mañanas y por las tardes.  Mi abuela llegó a preguntar por su esposo. Nos enteramos que no estaba, que se encontraba fuera de la ciudad. En ese tiempo, la vida parecía más normal. Así fueron unos meses, después volvió el señor a casa, hicieron una fiesta y llegaron más autos, entre ellos una patrulla.  A estos vecinos se les miraba con cierta distancia, se les saludaba lo más que la cortesía posibilitaba. Eran, los vecinos de ese hoyo negro en la cuadra, los indeseables.

Una noche, mi madre  llegando de trabajar tuvo un problema. Quizá el más grande y tenso que la familia podría imaginar. En la calle se encontraban, como ya era una constante, los autos y motocicletas obstruyendo la  calle.

Ella no podía ingresar con su auto a la cochera, por lo que tomando la fuerza se acercó al grupo de hombres con cervezas frente a la casa oscura y preguntó si de alguien era la patrulla que se encontraba frente a la nuestra, que si le hacía favor de moverla un poco para que ella pudiera entrar. Un tipo vestido de policía de mala gana se acerca al vehículo y lo movió, cuando ella por fin entró, él le gritó con cierta mofa “¡vieja babosa que no sabe manejar!”. Mi madre al salir del auto tomó una llave stilson y se acercó al tipo. Lo golpeó por la espalda y de refilón pegó el cofre de la patrulla. Mi abuelo salió corriendo preocupado. La hizo que entrara inmediatamente a la casa. Se cerraron las puertas mientras él afuera intentaba persuadir y disculparse con el sujeto. Mi madre se encontraba enfurecida. Gritaba “¡qué derecho tiene este tipo! ¡Qué imbécil! ¡Qué! ¡Qué! ¡Qué!”. Mi abuela se encontraba expectante. Tras un breve tiempo, mi abuelo regresó a casa reprochando lo imprudente que mi madre había sido, le repetía “¡es policía, cómo se te ocurre!”. Tras ese incidente, mi abuelo decidió no rentar más la línea telefónica.

Los días pasaron y nuevamente el señor de la casa oscura desapareció de la escena. Unos meses después lo hizo la familia. Pasaron años en que nadie se veía por ese lugar. La vida tomó un curso habitual, ya no se escuchaban balazos a media noche, ya no olía a alcohol o hierba seca quemada, ya no se escuchaban los golpeteos, los gritos, las discusiones, ya no se veía a la mujer desaliñada con moretones en el rostro, ya no había autos -que llegaban por breves minutos y se iban- obstruyendo la calle. Los niños volvían a tomar las calles para jugar un partidito.  En esa casa vivió una familia de costumbres distintas, emparentada con uno de los narcotraficantes más conocidos en el país: Rafael Caro Quintero.