Crónica: «López, la terrible» por Carlos Yabib

La chica normal cuestiona y sabe que nunca estará satisfecha con las pequeñas cosas, con la salud, con la abundancia; sabe que nunca estará contenta con la perpetuidad ni con las búsquedas. Una chica normal sabe que la felicidad no se obtiene con nada. Entonces entiende 

─Orfa Alarcón. 

Llevas apenas un montoncito de meses, contados con los dedos de ambas manos, en el viejo barrio de San Juan. El mismo donde sabes qué hora es gracias al rugir de los camiones descargando pollo, al corte limpio de las tijeras separándolos, a los ritmos de la cumbia y del silencio que suena hasta llenar la madrugada. 

De todos los lugares a los que hasta ahora perteneces, incluida la inestable tierra tijuanense con su hermana California, y las calles de cantera rosa manchadas de sangre y pólvora en Morelia, ningún espacio salvo López te sume tanto en la altanería encantadora del espíritu de barrio. Es el ambiente del cual te enseñaron a escapar cuando niño, al que debes temer con particular encono. Sin embargo, nada se compara con su caos apocalíptico, con el ajetreo diario de este Nuevo Mundo que conoces: tu nación individual, el primer imperio minúsculo donde te enseñas a vivir y logras sentirte más en casa que bajo cualquier otro techo del planeta. 

Este rincón, apenas una pequeña arteria que alimenta con su sangre el corazón de la capital, esconde una de las primeras calles creadas tras la caída del imperio azteca, en otros tiempos sólo ocupada por mestizos e indígenas, aprisionados en un laberinto de callejones terregosos, sin mantenimiento ni alumbrado. 

Aquí, donde el tiempo se alberga entre paredes rotas, vuelves a nacer en una matriz vieja, donde nada es tan permanente ni tan sencillo como se aprecia a simple vista. Por entre las grietas del asfalto caliente escuchas el murmurar de las leyendas, bajo los griteríos de quienes venden a lo largo de la calle. Es un lugar donde la historia sobrevive a la severidad misma del olvido, donde entre el silencio resisten los lamentos de la precariedad y la zozobra de quienes alguna vez se encontraron bajo las nubes inyectadas con el smog marrón a media tarde. Aquí, los pobres de espíritu, de melanina y español, se adentran en el purgatorio de San Juan y recorren las calles aledañas a López con una idea errónea: se sienten perdidos, llegando por mera casualidad sin percatarse del valor que tiene el distrito bajo sus pies. 

Estas miradas vacías de personalidad, esas que no pueden distinguir más allá de sus narices respingadas, buscan encontrar la pomposidad de colonias aledañas, de calles como Independencia o Artículo 123, de la colonia Juárez donde todo se sepulta bajo denominativos libres de gluten, de motes en francés mal utilizado o en un inglés dicho a las patadas. 

Estos güeros necesitarían venir a mentarle la madre a quien les manche los talones con el agua puerca, tirada a media calle con olor a cloro rancio. Deberían pisar por accidente cada bache lleno de matices de agua turbia, que infinidad de automóviles hacen estallar como niños brincando charcos. Si tienen suerte, los extranjeros a esta nación rota encontrarán sobresaliendo por alguna ventana un gancho con pescados o patos que cuelgan, disecándose a quince, veinte metros sobre el piso, en departamentos arrendados exclusivamente para familias asiáticas. Es, pues, un contraste de clientelas en una calle sin estigmas. 

De toda esta vitalidad ocupas acaso un espacio mínimo, en un departamento cuya construcción data de 1950. Aquí, conforme un disparo lejano y una pipa de gas cruzan las horas, te encuentras ansioso por impregnar tu juventud tardía con el hedor a cerveza, a licor barato y aguarrás de panalito. Vives entre el incansable paso de los transeúntes, en el manto cálido de sus noches que a veces huelen a marihuana o se impregnan con la humedad de las cañerías rotas y la basura acumulada. Te recuestas día con día mientras una jacaranda retorcida, al otro lado de la calle, dibuja en tu ventana sus azules purpúreos entre las cortinas. 

Estás en casa. 

Entre edificios art decó con tugurios abierto 24 horas seguidas, recorres las historias de cómo por aquí pasara el carpintero que construyó la flotilla misma de Hernán Cortés durante el sitio a la Gran Tenochtitlán, de que Los Ángeles Negros se presentaron sin descanso antes de ser famosos a unas cuantas cuadras, sin que nadie adivinara su futuro. Llegas igual que el resto, con ansias de enterrar el pasado en las cavernas de esta ciudad, de abonar las jardineras con tu fracaso, poniéndolo junto a los plásticos opacos y los huesos de comida ahí tirados. 

No eres sino otra partícula entre los cinco millones que transitan esta delegación a diario, sin dejar rastro. Los locales te cuentan entre las filas de refugiados nacionales, que escapan de la olvidada Provincia en busca de algo más prometedor (por lo menos en teoría): Eres de esos bajados del monte a palazos, que llega y se sorprende con las dimensiones que construyen la rebautizada Ciudad de México. Seguro alguna vez sudaste frío, dicen, por la manera en que los peseros viajan a toda velocidad entre gritos y arrancones, te cansaste al subir las escaleras como si nunca hubieras vivido en un residencial de cinco pisos, o irás quejándote por cuán lleno está el vagón del metro, que en realidad puede guardar a veinte personas más, dispuestas a lanzarse. Tu acento te delatará antes que abras la boca mucho tiempo, quizá tu estatura o la manera de agarrar el taco y pedirlo sin papas fritas ni nopales. 

Esos a quienes les importas demasiado, ignoran por completo que este universo también fue y es patria adoptiva de verdaderos refugiados, producidos en masa por las guerras civiles en América Latina y los conflictos dentro de las fronteras cruzando el mar Atlántico. 

Perteneces a su misma categoría sin tener los ojos colorados, la barba tupida, sin una doble nacionalidad ni mucho menos un ostias turgente, listo para dispararse a la menor provocación. Al llegar esos refugiados, casi todos del franquismo, se les daban 60 pesos y un boleto de ferrocarril; paquete que incluía, casi por decreto presidencial, episodios de rencor a los eternos invasores de la patria. Te sientes afortunado, aunque nunca imaginaste compartir asilo con los gachupines, cuyo crimen consistía en buscar un mejor futuro, idéntico a la peregrinación del mojado que cruza a los Estados Unidos en aras de mandar fayuca y dólares cada que ponen sobre sus manos el dinero de la raya. 

Muchos (si no todos) en esta ciudad parecen ávidos de señalarte hasta el día en que mueras o te mudes, sin quitar nunca el dedo del renglón donde te dedican un Foráneo con letras grandes. Eres otra anomalía en el sistema, mancha sin ton ni son en un mural pintado de contingencias ambientales. Aun así, tú sabes que eres el hijo adoptivo de López, la terrible, la que nadie mira directo a los ojos, pero todo mundo ubica. Estás en la calle donde los dos San Juanes se saludan, el príncipe y el mendigo, donde huele a café recién molido desde las diez de la mañana a las siete de la tarde. 

Entre los matices de luz colándose por los ventanales, escuchas los vestigios de una orgía sonora a nivel del suelo. Miras patrullas cual tiburones sacando su aleta azul con rojo por los confines del área, escuchas a un anciano hacer música o, más bien, conectar sonidos, con una pequeña hoja verde en los locales de comida corrida, la risa de una señora desdentada, los balbuceos de un vecino asiático al teléfono. Desde aquí, irás a la Alameda Central esperando hallar familias enteras en las bancas, a los MC’s disputando entre sí la grandeza del verso, sólo para encontrar a un grupo de morenazis ocupando el Hemiciclo a Juárez y a los vagabundos disfrutando las transmisiones en vivo de la ópera, llevándose a cabo en el interior de Bellas Artes. 

Estás en casa. 

El sonido aminora conforme la calle se convierte en noche y la algidez cargando el ambiente transmuta poco a poco, según la hora, hasta ya no ser impulso bruto sino marea callada. Va de pronto llena de pepenadores, aplastando basura reciclable, de policías que amedrentan sospechosos más bebidos que maleantes. Si miras entre las cortinas el edificio de enfrente, alcanzarás incluso las noticias de un país que pareciera caerse a pedazos mientras avanza, que nunca se detiene, verás los últimos minutos de la jornada futbolera o el giro de la semana en la retransmisión de la novela. 

Es una tierra yerma, sin esperanzas. 

Nación que olvida su pasado, carne derrotada al pie del Templo Mayor. 

Seguro te sentarás frente a un teclado mientras buscas las palabras correctas para retratar este universo. Desearás enumerar cuanto has vivido en cien metros cuadrados: tu enojo, el insomnio, la pérdida de tu virginidad. Una verdadera vida, algo completamente tuyo que se baña con el sentimiento tan pesado, tan desgastante de que jamás podrás escapar a este abrazo viejo, que el destino te depara la misma suerte que a tu tío, un artista venido a menos, cuya única aspiración no es crear sino subsistir. 

Existes sin quererlo, obligado a mantenerte en un vientre que corroen los grandes terremotos y los hundimientos paulatinos en la zona. Sofocas tus impulsos de considerar algún escape tras unas cuantas promociones de caguamas por $40 pesos, de litros de aguarrás con caña por apenas otros $20. Beberás a solas casi todo el tiempo, cobijándote con la sombra de tu ceño. Perderás el conocimiento de brazo de tus amigos, llorarás por cuánto pierdes, por cuánto corre el tiempo sin notarlo, por lo negra que se torna la laguna de tus pensamientos ebrios. Te compones, como López, de los fragmentos que dibujan tu silueta sin nunca definirte. Eres la sombra que repta entre lenguas luminiscentes de un cielo sin estrellas, que tirita con el soplo gélido de invierno escurriéndose por la ventana. Acaso sea ésta tu verdadera madre, más allá de sólo ser quien cumple tus deseos. Aquí compones la nueva realidad con la que sueñas, el Purgatorio ahogándote con aires calmos y el Paraíso deleitándote con sus brisas frescas. 

Llevas apenas un montoncito de meses, contados con los dedos de ambas manos, en el viejo barrio de San Juan. Con medio cuerpo asomándose por la ventana, miras a la calle y sientes que tu corazón repite: 

Estás en casa. 

Estás en casa. 

Estás en casa. 

Semblanza:

Carlos Yabib (Tijuana, 1994). Estudiante de la licenciatura en Escritura Creativa y Literatura de la Universidad del Claustro de Sor Juana, fue seleccionado del programa Talentos Artísticos: Valores de Baja California durante el periodo 2011-2014. Ha colaborado con revistas digitales como Gargantúa, Diez4 y Umbral (SAINDE), así como con el suplemento cultural Identidad del periódico El Mexicano. Participó en el marco de la 30o-32º Feria del Libro Tijuana, así como en el XI Festival de Literatura del Noroeste FeLiNo y la 37º Feria del Libro Infantil y Juvenil en CDMX. Trabajo suyo aparece en la antología de cuento Fragmentarios, coordinada por el Instituto de Cultura de Baja California.