Crónica «La feria de la biblioFILia: Guadalajara, Guadalajara» por Ene Riaño

Desde semanas antes de su arranque, la ciudad se ve invadida de publicidad referente. Tiene ya tres décadas que la Perla Tapatía es afamada —además de por ser la capital por excelencia de la provincia mexicana— por ser sede de la Feria Internacional del Libro más importante de Hispanoamérica… aunque hay quienes la inflan como la de más trascendencia a nivel habla hispana y quienes, escépticos, declaran que su importancia atañe sólo al territorio nacional. Lo que es innegable es que el evento es un sello emblemático de la urbe, le pese o no a los miles de feligreses de la “Generala de Zapopan” que en octubre hacen de las suyas en las fiestas del ruedo.

Dilucidar qué hizo de este sitio el idóneo para dado acontecimiento es complicado. Si más de uno intentaría resolver tal duda dando nombres y apellidos, remitirse al prehistórico 1987, año de su primera edición, resultaría insuficiente. La tradición librera de la ciudad viene de tiempo atrás y también su centenaria vocación literaria. No obstante, como no hay estudio estadístico en que avalarse y con el cual comprobar que la Tierra de la torta ahogada posee la densidad de poetas más elevada de la nación, para qué pretender honduras. Basta decir que las circunstancias son las adecuadas porque camada tras camada se multiplica el fervor literario de los poetas que emergen hasta de debajo de las piedras.

Así, instalado el otoño cuyas hojas secas queman con inclemente sol a los paseantes, la fiesta perpetua se acrecienta por los rumbos de la Gran Plaza, pasando los Arcos del Milenio que son sebastianescos pese a ser obra de un tal Enrique Carbajal. Niños héroes se corren, todo va con tal prisa que se entra en un lapso caótico. Filas interminables o pases mágicos; de una u otra manera se recomienda, por favor, no portar gafet a menos de un kilómetro a la redonda. Estar ahí es menester.

Detrás de la escenografía puesta con antelación cual engranaje de reloj, hay logística con oficinas abiertas todo el año. Llega el día de la inauguración y con ella más que de costumbre surgen aquí y allá otras filias libreras. Pese a la cercanía decembrina, es pleno agosto sin mengua. Personalidades de la reboombia literaria se alinean para un sinfín de conferencias, entre las cuales es difícil discernir. Además, hay que ser precavido, los extravíos en ese laberinto son comunes, de la soledad ratonera bibliotecaria salen flaneurs erguidos que suelen quedarse como invadiditos por Mongolia, mire que mire y nada más. No hay feria para la Feria.

No, en algunos casos. Hay quienes acuden sin embargo a renovar el librero para que éste combine con la más reciente decoración. Otros a marchas forzadas asisten como a adoración a los lábaros patrios; autobuses en relevos descargan una y otra vez hordas de colegiales que gozan del riguroso descuento vacacional que aplica restricciones. Esa semana grande con doble fin se convierte también en una pasarela Verbena techada. Familias enteras, parajetas, foreveres y no, el evento aún no accede al status pet friendly.