Crónica «La Ciudad llamada Duranghetto» por Jesús Marín

…Pobrecito de ti Durango,

a mil kilómetros de ninguna parte,

Tan lejos y tan cerca de Dios

pobrecito de ti, a mil kilómetros de ninguna parte…

 

 

Uno no sabe desde dónde escribe. Lo hace en  una ciudad perdida en el desierto. Desde una ciudad donde nunca llega nadie, excepto el sol a plomo y el polvo del olvido. Olvido que se adhieren a las paredes de cantera y convierte a la gente en gente dura y reseca, de mirada huraña y saludo corto. Gente desconfiada que se encierra desde temprano en sus casas, como lo viene haciendo desde hace no sé cuántas eternidades. A soñar con el sonido del mar, del mar que no conoce pero imagina que existe. Se encierra a escuchar las voces de sus muertos que les cuentan cuando el cielo era nítidamente azul. De cuando la tristeza aún no se adueñaba de las calles.

Aquí nadie te da un vaso de agua, una puñalada trasera por una mala mirada o un desprecio sin querer, pos como no, con mucho gusto. Y si hay bronca, lo arreglamos como se acostumbra por acá, a tiro limpio y pinche vieja el que se raje. Y que sea lo que Dios quiera.

Ciudad que uno sabe que por más que la deje, por más que reniegue de ella, tarde o temprano regresará a morir en ella, porque aquí están nuestros muertos. Aquí esta lo que fuimos y lo que somos. Recuerdos, malos o buenos de la niñez. Nuestra lágrima primera y nuestra primera gota de sangre.  Llevamos esta tierra en la piel oscura de sol, en los ojos negros por el vislumbre de su claridad. Aquí dimos ese primer beso a una mujer, a esa chiquilla de diecisiete años, ojos grandotes de alondra que olía a geranio recién llovido, beso robado mientras caminábamos por las moreras rumbo al parque. Y luego más delante, ese árbol supo cuando sus senos de gorrión se acurrucaban temblando, tímidos y candorosos, entre nuestras manos, mientras en la cabeza, sonaba un batidero de campanas. Y en el bajo vientre un sonar de trompetas celestiales.

En esta Ciudad está la cantina donde nos emborrachamos cuando esa misma mujer nos engañó con nuestro mejor amigo. Ya saben cómo son algunas de las de por acá, igual que muchas de las por allá: muchos besos con el novio, pero no te aflojan ni madre, pero con el otro, con el sancho, pos como ese sí: pos como no, ni de la boca chiquita se hacen, al contrario, ahora sí sírvase a como guste, sin complejos, no sea pusteco, éntrele con ganas. Eso sí, el novio nomás mugiendo por aguantarse las ganas de jineteársela y juntando los centavos pa sacarla de blanco por la iglesia, ante el altar para que diosito y los hombres sepan de su amor puro y casto.

Sí, ella es una santa, como mi madre, pos cómo la voy a querer nomás para el revolcón, madre de mi hijos, en un bendito altar la voy a poner. Y por mientras llegan las veladoras y la adoración, ella mirándose por el espejo del hotel Niagara, dándole gusto al cuerpo, sudorosa y derramada, eso sí, brindando por el novio ausente: usted no se preocupe amor, mientras beso y cojo con otros, pienso en usted. Esto no es amor, es mero pasatiempo. Usted es el efectivo y lo sabrá cuando me saqué de blanco y me ponga mi casita. Antes no, pos qué se cree, yo soy una muchacha decente, de buena familia, que va misa cada domingo y puntual comulga, pa eso están las otras, las que cobran o las que se creen las tarugadas de amor eterno y dan pruebas de amor. A mí se me cumple. Y salud, pues. Y nomás los rechinidos del colchón y el pujadero se oyen.

Una Ciudad con más de cuatrocientos años de historia, la única del norte siempre fiel a una religión que se quedó estancada y aún no reconoce que la Guerra Cristera haya terminado. Una religión de príncipes opulentos predicando la vida de un justo que vivió entre pobres, y ahora sus ministros cobran la factura de su sacrificio. Donde es inútil morirse en lunes porque encontrarán cerrada la iglesia, donde sus sacerdotes aún extienden su mano para ser besada por sus fieles católicos.

Una Ciudad donde sus habitantes se embrutecen de moral y de cerveza; cerveza como único remedio para atarugarse, para no sentir este ardor que quema; olvido del fin de semana: falta de valor para olvidarlo todo.

Ciudad de hipocresía y doble moral, de doble juego, de ventanas clandestinas que de clandestino nomás tienen el nombre, ventanas que hasta el más morrito sabe dónde hay una. Y que despuesito de las diez, se ven carros acercándoseles a surtir la hielera, eso sí, más caras las caguamas que una rayada de madre, pero cuando la sed agobia poco importa el precio del infierno con tal de callar los gritos del alma.

Por las calles, en la oscuridad, en las esquinas, en antros simulados de restaurantes, se vende, se busca el amor. Donde quiera se le busca. También en los antro de amores prohibidos, de seres andróginos, de ángeles de carne y hueso, la búsqueda es la misma: alguien que nos abrace muy fuerte, alguien que calme esta rabia que uno lleva, que haga olvidar esta soledad que uno trae desde niño, desde que uno descubrió que la vida no es la que te contaba tu abuela, ni los abrazos que te dio tu madre; la vida es otra cosa, muy lejos de nosotros y lo que queda son los besos robados a la noche, una que otra caricia y los litros de alcohol en la sangre, para caer aturdidos en ese abismo de que ya no quisiéramos regresar.

Ciudad que poco a poco se están convirtiendo en Ciudad desierto, de fachadas coloniales y huecas. Donde no hay habitante que no suspire por el sueño americano, de emigrar a tierra gringa, de ganarse unos dólares y luego venir de nuevo a su tierra, a sembrar aunque sea alacranes. Mejor morirse bajo este cielo azul, bajo la mirada indolente de la monja y el decir quedito de su gente, que entre güeros que nomás nos quieren para ser sus mulas de trabajo y para prácticas de tiro al blanco.

Una Ciudad donde la ley es la palabra del cacique. Donde la revolución nunca pasó, nomás de nombre, con un tal Pancho Villa, el mismo que decía que no era de por aquí, sino de un lugar llamado Chihuahua. Sí, ése, del que decían que tenía un diablo tatuado en la espalda. El mismito que te recibe en su caballo siete leguas nomás llegas a esta Ciudad, si no se ha ido es porque es de piedra, que si no ya hubiera agarrado monte, levantado gente y matado gachupines.

Ciudad donde no ser compadre de alguien importante es no ser nadie, es vivir con sueldos de miseria y soportar humillaciones. Agachar la cabeza y conformarse con los domingos. Con ir de la mano de la novia, de la mujer, con los escuincles alborotando la vida y llenando de júbilo el corazón. Llevarlos al parque Guadiana a que siquiera respiren algo de aire bueno y se llenen las miradas con el verde del pasto y sonrían con los patos del lago, y si alcanza y si quedó algo del chivo, comprarles el algodón de azúcar, tomarse la foto en el llavero, en familia, como debe ser o como te dijeron que debía ser. Sí, mijos, hártense de ser niños, súbanse a los columpios, disfruten su inocencia, ya luego verán que la vida es otra cosa, que hay que trabajar doce horas al día durante seis días a la semana para tener pa los frijoles y la tortilla, pero  nunca serán suficientes para calmar el hambre de soñar, el hambre de ser otro hombre y que esta ciudad, este desierto que nos cerca, no es nada comparado con el que llevamos dentro.

Ciudad que cobra vida los domingos, se viste de gala con la plaza de armas a reventar. Con el sonar de sus campanadas de Catedral que anuncian que Dios ha vuelto a Duranghetto y esta vez viene para quedarse. Domingos de niños paseando en carriolas arrullados con el triste resignado caminar de la madre, soportando envejecer estoicamente. De parejas de novios acurrucándose entre sí, mirando cuán triste será su destino. De elotes enchilados y tamalitos de diez pesos por tres. De ancianos que huyen de la vida en sus charlas de nostalgia. Y hablan de una Ciudad muy diferente pero igual de triste que la actual. Eso sí, un poco más vieja, un poco más derruida. Bendita sea la memoria que todo lo distorsiona y lo enaltece.

Esta es mi ciudad, la mítica ciudad llamada Duranghetto, situada a mil kilómetros de ninguna parte, pero viva en los corazones de quienes la habitan. Bienvenidos a ella, quien llega, no sale vivo ni muerto.