Crónica «Farolitos de Tepic» por Reyna Hernández Haro

Crónicas del barrio de Mezquitán

Guadalajara es una ciudad de clima bipolar. El frío invernal nos despierta por las mañanas, mas a medio día es necesario quitarse los abrigos y bufandas, para ataviarse nuevamente de ellos por la noche. Las calles, las avenidas, los barrios se iluminan inusualmente durante estos meses de diciembre y enero. El aire se respira diferente durante esta época. Todo se renueva, y a una, sólo le gusta caminar entre la gente, de manera anónima para apreciar esa belleza naturalmente artificial. Las calles tienen su encanto nocturno cuando se les aprecia, una armonía que sólo se logra a partir de la gente que les habita.

En el barrio de Mezquitán, la calle de Tepic tiene una magia particular. Su aparente privacidad la convierte en un punto ciego para muchos taxistas (“¿sabe dónde está La Playita? Atrás de ahí, cerca de donde está la gasolinera en una cuchilla”). Ahora, quizá por ese hecho, es que la calle adquiere una tesitura casi de hogar. Lejos del rimo vertiginoso que implica vivir en la ciudad, de las carreras por las compras de último momento, de la música a volumen alto o los bailes de oficina, del “yo no olvido el año viejo” coreado en algunas casas, del abrazo definitivo que cierra círculos; la calle de Tepic continúa en lo privado a su propio ritmo, sin asimilarse a los demás barrios o espacios urbanos.

El ritual inicia a finales de noviembre. Los vecinos adornan sus fachadas, en algunas se observan las luces de colores que encienden y apagan con ritmo, en otras sólo alguna corona de adviento de papel recortado o escarcha; pero en todas se ve, arriba de la puerta principal, el farolito de colores que semejan una estrella o un tambor. Esas luces multicolores movilizan esta estampa navideña. Los farolitos, testigos actantes de esta época.

Jamás había puesto tanto empeño en mirarles, sino cuando en alguna ocasión Cornelio García -quien vivía por entonces en el barrio- me dijo: “¿sabes por qué me gusta vivir aquí? Por los farolitos que cuelgan en cada entrada, ya no hay lugares donde se haga eso”. Comencé a ver la arquitectura y los diseños de cada uno. De alguna manera, la elección dependía mucho de la personalidad del comprador.

En casa siempre colocábamos el clásico estilo de acordeón y, al parecer, éramos los últimos en hacerlo, cuando diciembre ya había iniciado. Mi abuelo pedía que le sujetáramos la escalera para colgar, del clavo donde se encontraba el foco anclado, el tamborcito que le decoraría. Luego de este ritual, venía el del árbol: las esferas, la escarcha, las luces y poco a poco las figuras del Nacimiento recreaban la escena de Belén.

La calle de Tepic, desde hace varios años o se muestra especialmente entusiasmado en este arreglo. Cuando niña, por Avenida de los Maestros, en una casa con enrejado grueso y café, se colocaba un belén bastante grande, no por el tamaño de las figuras sino por la escena representada; era visita obligada para los niños del barrio a quienes año con año nos asombraba la manera como representaban el lago, el caminar de los pastores, las ovejas y más. Algunas cosas han cambiado por el barrio.

Los nueve días de posadas eran todo un festejo. La comunidad se organizaba para saber qué casa tomaría qué jornada. La familia anfitriona debía preparar un convite (tamales, pozole, tostadas) para compartir después de rezar el rosario, pedir posada y quebrar la piñata. Durante esos nueve días previos a Navidad, los niños seguíamos a Doña Rafa, quien iniciaba invitando a todos con sus cánticos de alabanza.

Recuerdo la vez que mi abuela y mi madre prepararon tostadas sencillas (frijoles, col y salsa). Me tocó acomodar las sillas afuera de la casa, los vecinos cerraron la cuadra con sus autos y habíamos preparado bolsas con cacahuates, mandarinas y dulces por montones. Esa noche  fue memorable. La casa se iluminó con las luces del árbol. No importó el frío.

La fiesta no terminaba con la noche buena, El día 31 de diciembre era común que alrededor de las 8:00 de la noche, de nueva cuenta, los autos de los vecinos obstaculizaran el tránsito para festejar. Fuera que en la esquina con José Ma. Coss o con Tabasco alguien sacara una bocina para que todos en la cuadra (o al menos quienes deseaban) llevaran botanas, refrescos y algún tequila, era la fiesta de los mayores. En casa, las familias preparaban los guisos de la gran cena, afuera comenzaba a gestarse la fiesta más rítmica.

Era código conocido por todos que después de dar el abrazo por el año venidero en casa, la pachanga continuaba en la calle. Algunos sumaban a las frituras y alcohol algo del “recalentado”. Se escuchaban las cumbias, las rancheras y las risas hasta la madrugada, cuando el sol comenzaba a salir, cuando ya el año nuevo se había confirmado, todos regresaban a sus respectivas casas. Los farolitos, entonces, se apagaban.

Desde hace varios años, en ninguna casa se miran estas escenas. El barrio va quedando deshabitado. Sea que los tiempos llegaron precipitados, que la economía no acompaña, que el barrio–como una constante en el país- se ve amenazado por la inseguridad, que se va haciendo viejo, que la vida nos sobrepasa… Los farolitos de Tepic son los únicos que permanecen en la tradición y continúan ahí, sobre el umbral de cada puerta en la que aún hay vecinos, descoloridos por el sol que inquieta a medio día, ansiosos que llegue el 2 de febrero para finalizar las memorias de esta temporada 2016-2017.