Confieso, no sin cierta vergüenza ante la pomposamente modernidad que hoy nos asfixia, que tuve una niñez triste, comparada con la cibernética niñez del siglo 21. Una niñez carente de celular y redes sociales. Crecí sin computadora ni televisión de plasma, impensables en aquellas latitudes del tiempo donde lo más sorprendente era poner un cassette en una tocacinta (la grabadora vino mucho después). Y lo más imperdonable fue crecer sin tener conexión a internet, cuya palabra no escuché hasta veinte años más tarde. Tuve apenas un puñado de amigos, cómplices en travesuras, camaradas en peligrosas exploraciones en los lotes baldíos, y en retar a picas de futbol a los chicos de los barrios vecinos; todos ellos, reales de carne y hueso, a los que veía en una realidad real, no virtual. No pasaban de veinte, no como ahora que suman centenares en Face, que jamás conoceré, estos, mis amigos de infancia, amigos que nunca me traicionaron ni me abandonaron a mitad de un juego de beis o de la quemada.
Y nos reuníamos en las tardes en el barrio, no frente a una fría e inhumana pantalla, bajo el escrutinio de abuelas y madres, que sacaban sillas afuera de la casa para ponerse a platicar las cuitas del día. Ahí todos nos conocíamos. Y para llamar a mis camaradas utilizaba el arcaico grito pelado o la vulgaridad de tocar a la puerta de su casa, jamás por un WhatsApp o un mensaje interactivo. Amigos con los cuales jugar y conversar a viva voz, sin darles likes o competir quién tenía más seguidores. Desperdiciamos nuestra niñez en tontos juegos de fut a mitad de la calle. En competencias de carreras de esquina a esquina, en espeluznantes juegos de balero o círculos con el yoyo. Jugábamos a las canicas. Nos enfrascábamos en luchitas de todos contra todos, turnándonos la máscara del Santo, máximo ídolo de nuestra niñez, cuyas películas en la matinée fueron devoción dominical de aquellos años. Debo confesar, mientras el pudor me lo permita, que no tuve televisor hasta los trece años. Y pecaminosamente tuve que leer libros e imaginarme las historias que ahí me contaban, Dios me lo perdone pero los dvds no existían. Tuve que devorarme los mundos alucinados de un tal Julio Verne, pelear junto al pirata Sandokan de Emilio Salgari y zurrarme de miedo con los relatos de Edgar Allan Poe.
La única pantalla que conocí antes de la llegada de la televisión al barrio (enorme cajón de bulbos, con dos únicos canales, en blanco y negro al cual tenías que cambiarle de canal levantándote y dándole vuelta a la perilla, el control automático únicamente en los sueños húmedos de Asimov)) fue en los domingos, pantalla enorme y mágica de los cines, domingo de sortilegio, día de ir al matinée para ver, degustar y soñar, con tres películas en una única corrida función, semillas y cacaros incluidos. De Tarzán al hombre lobo, pasando por Sartana. De Santo y Blue Demon contra los monstruos, sin olvidar al tejano y a los argonautas. Tampoco consumía palomitas de microondas, las nuestras las hacía mamá con maíz (maíz real cultivado en la tierra) tostado en un sartén cuyo ruido era una delicia al tronar cada grano. Y con enorme pena, no comíamos hamburguesas gringas. Llevamos al cine, tortas de huevo con chorizo, de frijoles refritos, y un enorme refresco Titán, para comer y beber, mientras un tal Bela Lugosi, nos aterrorizaba desde el celuloide. Lo más patético es que crecí sin estar esclavizado a una computadora, sin vivir encadenado a la idiota adicción de consultar cada segundo el celular.
Cierto, era más simple la vida, solamente yo y mi imaginación, solamente yo y mi libertad para jugar en la calle y soñar por las noches empujado por mi adicción a los libros, más inocente pero definitivamente libre. Ya entrado en culpas de infancia, acepto que tomaba agua de la boca de la llave directamente con ese regusto a cobre, andaba en bicicleta sin casco protector ni rodilleras y cuando llovía salía a mojarme saltando sobre los charcos. Que besé a una mujer hasta los 17. Y bebí mi primera cerveza hasta los veinte y a escondidas (antes de esa edad mi santa madre me hubiera tumbado los dientes de un certero guamazo) Tenía que estar en la casa, cenando en familia, a más tardar a las ocho de la noche, quizá antes para oír a Kaliman en el radio. Que me gustaba más jugar con mis compas que platicar con las niñas del barrio, que me parecían ñoñas y feas. Y sí, pertenezco a esa generación de niños maltratados (bendito sea Dios por esa disciplina ahora calificada de salvaje, que crecimos hombres y mujeres, decentes y buenos), nomás nos pasábamos de rosca, respondíamos groseramente a los adulto o nos negábamos hacer un mandado, nos corregían con el chanclazo de nuestra madre con una puntería que hasta el más certero de los apaches envidiaría, ello en el mejor de los casos y en el peor, cuando el delito era más grave: dos certeros fajillazos de nuestro progenitor a nalga desnuda y sin mediar teorías freudianas. Y nunca necesitamos de un psicólogo. Y nunca fuimos carne de vicios ni de desviaciones. Y si hacíamos relajo, éramos traviesos, nadie nos llamó hiperactivos.
Vivíamos intensamente sin escuchar la palabra terapia. Éramos niños sanos. Por último confieso que tuve una infancia feliz e inolvidable que no cambiaría con los niños actuales ni por el mejor phone ni por la más avanzada laptop. Y que la extraño como extraño el arroz de mi madre y los buñuelos de mi abuela en Navidad. Y son esos días, es esa infancia, lo que me mantiene a flote. Lo que me ha impedido sucumbir. Y enloquecer.