Tener siete años en los setentas y vivir en Durango fue haber presenciado cómo nuestra Ciudad, callada y tranquila, fue convirtiéndose en lo que es hoy: un ente moribundo en lenta agonía que se aferra a sus tradiciones: un centro histórico por no decir histérico de risa, de cartón y madera, de montaje y grotesca risa, de patética demagogia gubernamental.
Sus viejas casonas se desmoronan ante la apatía y el silencio de los alacranes. Su gente, nuestra gente, emigrando a tierras extrañas en busca de dónde refugiar el hambre, de esperanza y oportunidad. De dónde ganarse al menos el sustento, ya no la salvación del alma.
Nos estamos quedando con nuestros muertos. Con estas piedras mudas y este cielo transparente. Nuestros muertos se están quedando solos, muy pronto no habrá quién les lleve flores. Muy pronto ni flores habrá.
Jamás desde aquellos luminosos años de infancia he vuelto a mirar niños jugando futbol a mitad de la calle, ni a vecinos sacando sillas para platicar al cobijo del atardecer.
Hoy transita la prisa y los automóviles. Pocos te dan los buenos días. Y si quieres echar la cascarita debes ir a un deportivo. Lejos están esos tiempos de inocencia y camaradería. Crecer en esa época significaba jugar todas las tardes en la calle, con los amigos del barrio, después de haber regresado de la escuela. Muy pocos teníamos tele, la gran novedad de entonces, en blanco y negro por supuesto, pues de colores ni soñarlo.
La tarde nos pertenecía por completo, al igual que nuestros sueños que aún no habían sido tocados por la realidad. Realmente éramos el centro del Universo, nosotros, los niños de siete, ocho años. Jugar a las escondidas. Al pilar de doña Blanca. Echar la cáscara de futbol. Y por las noches, antes de que el Chavo del ocho diera la señal de retirada, contar historias de aparecidos. Estremecernos con la historia de La Llorona. Y los que leían mejor, nos deleitaban con el último episodio del Kalimán. ¿Quién no se preocupaba por la suerte del hombre increíble a manos del maloso y pelón de Karma?
La vida no se detiene ante nada ni por nadie. Y los años transcurren, lentos, seguros, devastadores. Contundentes.
Un día despiertas y tu Ciudad respira moribunda. Ciudad donde creciste y ahora la percibes desde una incurable nostalgia. Desde el sabor amargo del tiempo que no volverá.
Hace unos pocos meses, octubre del 2003, retrocedí de golpe, 30 años de mi vida. Un retroceso sumamente doloroso y cruel, ¿el motivo? Ver cómo destruían al último de los verdaderos cines: el Cine Durango, último de la dinastía, que orgulloso defendió hasta lo imposible la tradición del mundo mágico que nos iluminó la niñez. Acto maravilloso de sumergirse en la oscuridad, mientras las imágenes de la pantalla inundaban nuestra fantasía. Incontables tardes frente a nuestros sueños y miedos. Los héroes que poblaron el universo de nuestra infancia se desmoronaban ante la indiferencia y apatía. Ante el fin de una época.
Vi la devastación de un mundo. La finalización de un cúmulo de recuerdos cuando el Cine Durango dejó de existir. Contemplar el gran espacio, vacío, sin asientos. Enorme cráter donde enterraran una parte de nosotros. Ahora despoblado, inerte. Lejos de los domingos de matinée. De las funciones de tres películas por un boleto. Algo se quebró dentro de mí al ver esa desnuda pared, pared donde antes estuviera el gran ojo blanco, nuestro Aleph borgiano, hoyo del tiempo, hechicería infinita, luz del mundo, brujería que nos llenó el espíritu de candor y nos hizo soñar.
Hoy, verlo caer a mis pies, como elefante herido, como último bastión de lo que fuimos, murió también una parte de mí, de mi infancia. De lo que ya nunca más seremos. Lo cierto es que la vida poco a poco nos va quitando nuestros sueños. Y nos estamos quedando solos. Solos y vencidos. Solos y ciegos.
Desfilan por mi mente los cines de mi infancia: el Durango, El Imperio, El Insurgentes, El vitoke, hoy Teatro Victoria, El Principal, conocido actualmente como el Teatro Ricardo Castro, El Olímpico, El Alameda. En aquel tiempo, única fuente de placer y diversión de aquellos niños de entonces.
En toda una odisea se convertía los domingos: untarse la brillantina de papá. Soportar lamida tras lamida de crema que la madre restregaba en el rostro. Sacar la ropa dominguera, la de ocasiones especiales, de bautismos y Navidad. Asistir al Cine merecía cualquier sacrifico, incluso el de levantarse tempranito en Domingo o el baño de tina la noche de sábado, para amanecer limpiecito, sin mugre tras las orejas. Sacarle brillo a los zapatos boleados.
Ir al Cine un acontecimiento inolvidable la niñez, casi una experiencia sagrada. Reunir los centavos del “domingo”, religiosamente recolectados de padres, tíos y toda gente mayor que pudiera ser fuente de ingresos. Con un cosquilleo por la emoción de ver quién podía derrotar a Godzilla o si King Kong de verdad había muerto.
Toda una semana, con las simulaciones de portarse bien. De hacer las tareas. Sin andar de retobón, ir a los mandados que nos pidieran, para ganarse el derecho de ir al Matinée. Y lo peor de prometer: cumplirlo: ir a misa saliendo, del paraíso al infierno sin escalas. Contar minuciosamente los centavos. Hacer cuentas, separando lo de las semillas, mazapanes, golosinas de tamarindo. Y para que no remordiera la conciencia, algo para la limosna en la misa. Desde la cocina venía el olor a huevo con chorizo, con el cual rellenarían las semitas a devorarse mientras uno observaba la película, con tiempo apenas para darle un trago al Titán de naranja o a la Doble Cola.
Esperar pacientemente el transcurrir de la semana, comentando entre la palomilla, cuáles serían las funciones: el Tarzán, con su clásico grito de guerra, las batallas de los romanos. Hércules sin cadenas, el ataque de los feroces apaches y cómo el muchachote rescataba a la indefensa mujercita. Los astronautas secuestrados por alucinantes marcianos.
Los domingos por la mañana, apenas despertábamos, derechito a la recámara de nuestro Apá, a leer, acurrucados junto a él, primero, la sección de los monitos. De que si Archi por fin se había decidido entre Betti y la pomposa Verónica del Valle o si por fin el Sargento pudo domesticar a Beto, el recluta. Y enseguida, lo mejor: escoger las películas. Una generosa gama de ofertas se expandía ante nuestros ojos, casi todos los Cines ofrecían función de matinée.
Variaba la programación de Cine en Cine, había cierta preferencia sobre cada tipo de película; si uno quería ver al Santo luchando contra feroces mujeres vampiro o gritar a pulmón abierto cuando se enfrentaba a los marcianos, el adecuado era el Olímpico, situado allá por el rumbo de lo que hoy es la Avenida Canelas, donde estuvo un centro de baile y que hoy es un centro comercial del ISSSTE.
El Olímpico, de butacas incómodas y en el centro una pantalla de tela, opaca y sucia. Entraba uno por un pasillo estrecho y maloliente.
Se apagaba las luces: “oh la magia. La luz surgiendo, oh la luz”. Escapar a mil por hora del mundo. Convertirnos en héroes. En valientes luchadores de máscara y poderes incorruptibles. Sentir miedo cuando peligraba el Santo. De gritar cuando agarraba a catorrazos a los malos, y el coro de Santo, Santo, Santo brotando avasallador. El enmascarado de plata, que ni nos fijábamos que estaba bien panzón y algo chaparro. El Santo, el invencible, el sagrado, el Dios de los encordados, capaz de todas las hazañas del mundo: hay una magia inexplicable cuando un hombre se pone una máscara, se transforma en un ser mítico, en un dios de la antigüedad, poderoso e invencible. El Santo, ése sí que era fregón, no como el Superman, que luego luego se le notaba el truco cuando volaba. Bendito Santo de nuestra santidad tan olvidada y ahora tan buscada, muerta entre las hojas de amarillentos calendarios. Hasta me parece volver a verlo, ¿por qué no está él ahora para salvarnos? ¿A dónde se fueron los míticos enmascarados?
Tres benditas películas por un boleto. Tres películas en una sola tanda, material insustituible para soportar una semana de escuela y adultos malhumorados. La cita era a las nueve de la mañana para salir a la una de la tarde, entrecerrando los ojos a causa del vislumbre, a volver de golpe a mirar las calles, a dejar de ser parte de la aventura, como que uno no lo asimilaba muy bien. Bien valía el soportar olores, codazos y uno que otro aventón.
La oscuridad. El susurro ante el peligro, los ojos cerrados cuando aparecía el hombre lobo. El grito de alivio al mirar que la caballería llegaba a todo galope, tocando diana, precisamente cuando a los muchachotes de la carreta se les estaban acabando las balas y los feroces apaches se aprestaban al descabellado rubio. Tenías que haberlo vivido para entender el hechizo. Tenías que haber tenido siete años y dejar que la oscuridad te envolviera y convertirte en parte de un mismo corazón, latiendo y llenándote los ojos de mundos, de universos, tenías que abrir muy grandes los ojos para no dejar de soñar. Tendrías que haber sentido cómo se te erizaban los vellitos del brazo ante la iluminación de la pantalla y ver ese mundo, esos universos que por unas horas era nuestro universo.
Si uno quería ver películas rancheras, del Gastón Santos, en su caballote blanco o el Juan Casanova disfrazado del Águila negra o el gallo giro del Luis Aguilar, cantándole a muchachonas de ojos grandotes, se lanzaba al Alameda, al alambrón como le decíamos donde la mayoría del público provenía de las rancherías circunvecinas. Ahí enfrentito de las Alamedas. Subías una escalera que se nos antojaba larguísima, que uno se imaginaba penetrando en una enorme nave. Ya arriba, dos pasillos a elegir. Subir una rampa, y se dividía en dos secciones: arriba, estrecha y algo húmeda, y abajo, amplia, desparramada, con amplitud de pasillos donde daba gusto correr entre intermedio y intermedio. O en plena película, cuando ésta no garantizaba una buena dosis de balazos y harta sangre aunque fuese de utilería. El Tejano, el pistolero más rápido de la frontera, el mexicano que se vengaba de las injusticias de los gringos nos deleitaba gratamente. Más de uno encargábamos al Niño Dios, un par de pistolas para emular la mortal rapidez al desenfundar del Tejano, encarnado por Rodolfo de Anda.
Para los “estrenos” es decir, las películas más recientes: desde el bocho del Cupido motorizado hasta el último grito del Tarzán, con los primeros atisbos de sexualidad, al percibir entre el vestido rasgado de la Jane, la blancura de su piel, las formas algo flacuchas- vistas ahora desde la distancia inconmensurable de la nostalgia- de sus piernas, que nos despertaba cierto regusto en la garganta y nos sonrojábamos cuando se daban chicos besotes sin censura alguna. Primera curiosidad satisfecha: el beso robado a la prima o la vecinita, que nos supo a guácala de fuchi. Nada del gusto gustoso de lo que se veía en la pantalla: gustosos de ensalivarse sin recato y hasta disfrutarlo.
En los estrenos teníamos varias opciones: El majestuoso Durango, lugar de moda, por ser el más nuevo y el más moderno. Con sonido estereofónico pregonaban. El Principal, con sus murales en tonos pasteles. Ahora si uno era más nais, pues las puertas del Imperio eran las elegidas. El Imperio tenía fama de que solamente las buenas familias de Durango asistían, gente de bien y de dinero.
El Durango, con sus cortinas de acero, frente a las cuales esperábamos impacientes se abrieran, cual sagrado templo de una religión prohibida. Ahí nos tienen: multitud de niñada, lonche en mano, bien bañaditos, de mano del primo o la tía grande. Entrar después de formarse para comprar el boleto. En las paredes del lobby, los retratos de luminarias del cine mexicano: la María Félix, el Pedrito Infante. La hermosa e imbatible belleza de Silvia Pinal, y la sonrisa lejana de Luis Aguilar.
Quizá era el más grande de entonces. Impresionante verlo lleno a reventar de la chiquillada que incontenible, lo mismo abría, azorada la boca, ante la fuerza descomunal del Sansón o callaba ante la muerte del héroe que los nazis habían matado arteramente. Griterío rebasando los decibeles, aturdiendo al silencio de una ciudad, tímpanos al límite del rompimiento. Ello no nos importaba con tal de apoyar la lucha de gigantes. De gritar ante el peligro inminente del león trepado en el rey de los monos. Ubicado en lo que hoy es la esquina de Aquiles Serdán y Victoria. Lo podías distinguir desde dos cuadras: el Cine Durango, un letrero que encerraba promesas de emoción.
Con el Principal, de secretos inimaginables, de pasillos enredados, habitaciones tapiadas, oscuros duendes y ánimas en pena, aparte de ir a ver las películas, nos parecía que entrábamos al Castillo del Conde Drácula y en cualquier momento el terrible Bela Lugosi haría acto de presencia, listo a darnos tremenda mordida con sus dos puntiagudos colmillos. Cine de pasajes secretos y cuartos misteriosos. De dos pisos, en el superior, podías imaginarte andar perdido en las montañas del rey Salomón o escalando las cumbres del Kilimanjaro. Abajo, las pinturas en la pared, de color rosado, moviéndose en la oscuridad.
En el Principal, Drácula nos metió varios sustos y el Frankenstein, de Boris Karloff con su voz gutural, sus pesados pasos, provocaron el miedo entre la chiquillada como prueba de una inocencia que se ha perdido entre los horrores y errores del tiempo. Noches de Transilvania grabadas para siempre en nuestra mente; niebla gris esparciéndose, la luna entre nubes, el cementerio. El espeluznante aullido del Hombre Lobo, erizando la piel, escucharlo en la negrura de la butaca, acurrucados, temblando. Con los pies recogidos, para evitar que “algo” o “alguien” por debajo del asiento, nos los jalaran. Con una mano puesta sobre la cara, dizque tapándonos los ojos, pero viendo entre los dedos. Nomás de acordarme me vuelven los sudores. Y de verdad aún tengo la sensación de que “algo” se esconde debajo de la cama. Y está esperando a que nos descuidemos. “Alguien” nos sigue observando, esperando un descuido nuestro.
Después del miedo, venía el séptimo de caballería a rescatar a los colonos de los salvajes apaches o el pistolero Sartana que mataba uno tras otro, mientras Ringo los iba contando. Pistoleros con marcado acento italiano, enfundados en elegantes gabardinas, cabalgando al viento, mientras se escuchaba una mítica canción. Era lo que aspiramos ser: héroes que alguna mujer recordara con amor. Y no, en lo nos hemos convertido.
Y para cerrar tanda: los argonautas, Ulises contra el Cíclope; Ulises huyendo de Circe con sus compañeros convertidos en marranos, y al llegar a Itaca, acabar con los gorrones que asediaban a Penélope. Nomás se oía el siseo del semilleo, que de mano a boca, alimentaba automáticamente la turbación. Y al terminarse la bolsa de palomitas, el sentido común indicaba aventarla lo más lejos posible, apostando por descalabrar algún incauto. ¡Ah!, olvidaba mencionar la hora del lonche, dependiendo del hambre y del tamaño del gaznate, cada uno iba armado con sus respectivos lonches, grandes panes repletos del riquísimo huevo con chorizo o de los frijoles refritos. Les dábamos matarile cuando el hambre o el miedo apremiaban. Obviamente acompañados del Titán o el Hit, refrescos de moda en aquellos tiempos.
El Principal es hoy el Teatro Ricardo Castro, en veinte de noviembre, entre Zaragoza y Bruno Martínez.
Ahora bien, si uno tenía ganas de reírse a mandíbula batiente con las ocurrencias del gordo de Capulina o las tonterías del “viruta” lo indicado era lanzarse al Victoria, con el riesgo que ello implicaba, si escogías las butacas de abajo, apostilladas, de madera carcomida y pintadas de un azul tristón, corrías el riego del “bautizo” pues los maloras de arriba, al grito de agua, agua va… dejaban caer cierto líquido amarillo de origen riñonal y de olor no muy agradable y la corredera de gente a refugiarse bajo el palco. Y la risa plena, risotada pues, de los maloras.
El Cine Victoria, el más popular y socorrido por lo barato del boleto. Permitía la asistencia de toda la familia, desde primos hasta la raza del barrio, que en grupitos se apostaban en lugares estratégicos. Apenas las luces se extinguían: la güerrita de naranjazos al por mayor, bolsa con los restos de lonche, pedazos de cosas extrañas e infinidad de objetos no identificados. Y el grito de “aviéntame a tu hermana wey” o “chingue a su madre el que no escupa”, y zás la lluvia de saliva por donde quiera, o el ya olvidado grito de “Cácaro, Cácaro ya deja a la dulcera”, al prenderse las luces, tratando de apaciguar el desorden o investigar el autor del último naranjazo.
Hoy es el Teatro Victoria, cuya belleza rescatada y remodelación, lo ha convertido en uno de los teatros más hermosos del norte del país. Situado en la calle Bruno Martínez, entre Cinco de Febrero y Veinte de Noviembre.
El Imperio raramente repetía una matinée. Se le consideraba como el Cine de clase, a donde la gente decente podía ir, sin peligro de mezclarse con la chusma -en esa doble moral que tanto nos gusta por acá, en Duranghetto, que sin decirlo directamente, todavía hay clases entre nuestra Sociedad- situado por la calle de Constitución, casi esquina con Gabino Barrera. Hoy se conserva únicamente la fachada. Se cerró por sus condiciones insalubres y peligro de derrumbarse. Se exhibían los grandes estrenos del cine nacional e internacional. En ese Cine fue donde he sentido miedo de verdad con “Hasta el viento tiene miedo”, con Maricruz Oliver y Marga López. Espeluznante e inolvidable el llamado de.. Claudia, Claudia…. Todavía se me enchina la piel nomás de acordarme. Y cada vez que escucho gemir al viento se me viene el grito de Claudia… Claudia…
Renglón aparte merecen los intermedios. Los cuales aprovechábamos para poner en práctica lo aprendido en la película y las batallas de todos contra todos se sucedían arriba del escenario, hasta que venía ya el boletero o el de aseo a bajarnos, y la desbandada de muchachos, y las risas libres, terriblemente inocentes. Nada más se iba el vigilante, de nuevo a treparse, a ensayar el grito de guerra o la llave aprendida al Santo. Y líbrenos Dios si se quemaba el rollo a media película, se veía en la pantalla toda negra, achicharrada, la reacción no se hacía esperar, el chiflido, volando infinidad de objetos, la gritería en su esplendor, y el muy socorrido “Cácaro, Cácaro, deja a la dulcera…”.
Asistir al Cine entre semana, un gran acontecimiento. Se sentía uno grande, adulto, daba la oportunidad de “desvelarse”, llegar a la casa más allá de las ocho de la noche, toda una hazaña. Ver películas de adultos, presumirle a los amigos en la escuela por la mañana y por la tarde hacerse el importante entre los del barrio. Aunque hay que reconocer que si lo llevaban por la tarde, de seguro era por un estreno de Disney. Azorados ante la pantalla gigante, llorando por la muerte de Bambi, chocolate en mano y pañuelo moqueado en la otra. Llorar y llorar, pero sin dejar de degustar el chocolate.
El Cine en Durango, de verdad, la única forma de divertirse. Comprar el boleto, formarse a la entrada. Atacar la dulcería. En aquel tiempo el dinero de los domingos realmente alcanzaba. Podías comprarte copas imperiales de rica nieve, malvaviscos blanditos y esponjosos, bolsas de lunetas, que son chocolates en forma de círculos recubiertos de caramelo de colores brillantes. Emparedados partidos a la mitad. Y por supuesto una gran bolsa de palomitas. Otra de las actividades divertidas dentro, era brincar sobre la butaca o simplemente darle patadas a la de adelante, nomás para fregar, hasta que el manazo de la prima o de la tía nos apaciguaba.
Parpadeo de luces. Primero, los cortos de los próximos estrenos, y un desfile de dulces muy cotorro y luego… la magia. El olor tan sagrado, el respirar acompasado de la gente, los ohs, los ahs, un ritual. Una íntima ceremonia entre el Cine y nuestra inocencia. Nada que ver con el video de hoy en día, con las multisalas de hoy en día, pulcras, sí, sí, mucho sonido, mucha alta tecnología, pero sin alma, sin sentido de pertenencia. ¿No sienten el desamparo y la absoluta devastación de esos lugares?
Y lo más importante: permanencia voluntaria: quedarte hasta que te diera la gana. Tres películas y no una. Entrar a las cuatro de la tarde y salir casi a la medianoche, al dobletearte la tanda, directo al menudo, allá por el mercadito.
No como ahora, que apenas aparecen los créditos finales y ya te están corriendo. Antes lo que importaba era el cinéfilo, no el boleto. No el dinero, como hoy. Vaya hasta te conocía el boletero y el que te vendía las semillas afuera.
Conforme fue avanzado el tiempo, la llegada de la adolescencia, las preferencias de películas fue variando. Llegó el Cine Dorado 70, el mejor de Durango, puro lujo, rezaba la propaganda el día del estreno, cortinaje y alfombras, una chulada. Puro Cine de primera. La novedad, el presumir: “ ¿a poco no has ido al Dorado?”. Situado en Progreso y Veinte, en pleno corazón, sitio obligado si uno quería ser alguien. Películas de primer nivel, pero pasada la novedad fue decayendo en su programación hasta convertirse hoy en día en refugio de los amantes del porno, -qué mayor porno que escuchar a nuestros políticos hablando- donde van a darle rienda a la lujuria cachonda y sutil arte del tronar de huesitos de chabacano bajo el pantalón.
Luego más arriba, por la de Veinte, subiendo una escalerita, el Buñuel, Cine de Arte, y de películas para los muy entendidos. Cine de controversia. Donde ver los que otros no se atrevían. De esas películas francesas, con atisbos de mujeres encueradas, el escándalo pues; ir a escondidas o llegar con la luz apagada para evitar ser reconocido, Cine chiquito, auditorio acondicionado como sala, con madera en las paredes, bonito, acogedor, vaya. Ahí empecé a incursionar en el cine de crítica, de política, todavía me acuerdo de las películas de Gustavo Alatriste: “En la cuerda del hambre”, con Héctor Suárez en un México corrupto de finales de los setenta, que desgraciadamente en vez de cambiar ahora es mucho peor ya en el descaro y burla total. Y qué me dicen de “Aquel Famoso Remigton”. Primeros senos al desnudo por completo. Primeras incursiones manuales al centro del placer solitario.
Y allá por los ochentas, cuando la hormona despierta, con diecisiete años, la curiosidad, el querer ver mujeres desnudas completitas, ya no el calzón despercudido de la prima o el espiar a la tía bañándose, y qué mejor lugar que el Cine: meterse de contrabando, con la complicidad del boletero, degustarse con la Sasha Montenegro, envidiar al Alfonso Zayas por agasajarse a nenorras tan buenas como la güerita de Angélica Chaín. Y luego las mujeres italianas, la Edwige Fenich o algo parecido, con un par de tetas, magníficas como nunca he vuelto a ver en la vida.
El Cine nos inició a la sexualidad a muchos de mi generación. Con esas películas se descubrió el uso prohibido de la mano, del meneo pleno, ya sin complejo, pues varios de mis cuates lo hacían en plena oscuridad, mientras excitados contemplaban aquellas mujeres, aquellas bellas de noche en la pantalla. También sirvió de refugio para meter el mezcalito raspador de gargantas, para bien machos, lo bebíamos haciendo gestos, sintiéndonos grandes y poderosos. En esos años de estudiante, lo primero que uno hacía al llegar, siempre tarde, echándose la pinta: el consabido grito de “ya llegué”, y la respuesta inmediata: “ya vete weeeey”. O el gritar el nombre del compañero en la oscuridad, nomás por joder a los que ya estaban sentados, el shhhhhhhhh, que nadie pelaba y las risas maloras.
Y tiempo más adelante, ya con más años, El Vizcaya, por la de Negrete, el Guadiana, por el rumbo del Tecnológico de Durango. Estreno de películas de media noche. Híjole todo un alboroto. Pura película triple X. “Secretarias Calientes” uno y dos, las primeritas porno sin ocultamientos y al alcance del público perverso y enfermo, de ahí su horario de media noche. Ahora sí, nada de imaginación ni de malicia, todo mostrado, sin dejar vello por descubrir, pleno el ayuntamiento, el jadeo, y uno paralizado, de las dos formas posibles, en la butaca, asimilando de cómo aquello se podía hacer o respondiéndose gráficamente las preguntas que no te atrevías a pronunciar. Y la otra: paraguas hasta no poder.
Luego en el intermedio, los rostros de culpables por cochinotes e impúdicos. Uno al otro mirándose de reojo, con la sonrisa nerviosa. Pobrecita, si alguna mujer fuera sola, luego luego la multitud de miradas, unas acusadoras, otras con la saliva de la invitación. Y por mitad del pasillo, con spray en mano, rociando de aromas desinfectantes, muy ufano, con la cara de moral intachable, el infaltable mil usos, que lo mismo recogía los boletos en la entrada, barría entre intermedios o alumbraba lamparita en mano para buscar asiento o descubrir parejitas en el faje; rociando, gozoso, aroma de ambiente, dizque para disipar sudores añejados y brisas masturbatorias, refunfuñando por tener que mezclarse con tamaños perversotes.
Salir calientitos, algunos francamente en pleno incendio, en la madrugada, urgidos de llegar a la cama, para dar rienda suelta a la desazón del deseo. Los más suertudos ya asegurando el entrepiernado. Mi mayor susto fue haberme encontrado en una de esas funciones a mi maestro de Matemática, intachable y severísimo en las clases del CBTIS 89, ninguno hizo el intento de reconocerse el uno al otro, pero desde ese día, las miradas de complicidad por mi parte y de miedo por la de él, se hicieron insustituibles en la clase. Chido descubrir la otra cara de la gente, ¿no?
A finales de los ochenta, llega la modernidad a Durango: Cines gemelos, en el Gigante, el centro comercial de moda. La comodidad de dos Cines pegaditos, sin tener que tomar camión, ahí mismo podías salir de uno para meterte al otro. Pura película gringa. De fregadazos y sexo ya sin pudor. De vez en vez grandes estrenos. Qué importaba que se confundieran los sonidos de una y otra y mientras veías al canijo del Rambo matando rojos al por mayor, lejanamente escuchabas el jadeo de placer de la función de al lado, porque eso sí, en uno pasaba una función familiar y en otro una de sexo y adulterio. Para muchos paterfamilias resultaba la situación muy angustiosa, divertida para la precoz chavalada, que con mirada maliciosa observan una película dizque familiar mientras escuchaban los lejanos gemidos. También sirvió de refugio de amor a muchas parejas de novios del Tecno, que aprovechaban la penumbra para dar rienda suelta a sus pasiones guindiblancas.
Por la de Gómez Palacio, El Dolores del Río, nombre insigne, la máxima diva del Cine mexicano, duranguense de origen, estrella por mandato; inmortalizada por una sala en su honor. Y por la de Juárez, el Silvestre Revueltas, que hoy en día alberga la Cineteca, según mandatos de los meros meros de la cultura reinante. Y cómo no mencionar el 2001 por la Victoria.
Grandes momentos, películas inolvidables, pero con una agonía que podías percibir; poco a poco la gente se fue alejando, salas grandes, medio vacías, apenas los aferrados de siempre, los estudiantes desbalagados, o las parejitas en el agasajo pleno. Solitarios que nos resistíamos al video.
Para aquellos que crecimos con el cine, que nos hicimos hombres entre película y película, que contemplamos las guerras de las Galaxia o a Don Corleone haciendo una oferta que no podías resistir, ya sólo la melancolía nos quedaba, el dolor del destierro al perder ese refugio, a esa madre sustituta. Máquina de sueños.
Gran parte de nuestros años, de nuestros “maravillosos e inolvidables años” estaban muriendo definitivamente y lo que quedaban, simplemente no éramos nosotros. La magia se estaba acabando: cerrado de Cines. Salas como cajas mortuorias. Uno a uno fueron sucumbiendo. Con ellos se va una parte de nuestra imaginación. De nuestros primeros sueños. De nuestra primera aventura amorosa. Del primer beso. El primer tocamiento de seno. El suspiro compartido. Con el derrumbe de los Cines de Durango, se va la inocencia, el asombro, la ingenuidad.
Ya no hay dónde refugiarse, a dónde escapar. Hasta eso nos quitaron. Ahora todo es de prisa, sin aliento poético: boleto, ver película y te corren. No puedes volver a verla de nuevo, disfrutarla. Incapaz ya de soñar más allá de una película.
Por ello, al ver como destruían el Cine Durango, para adecuarlo, seguramente a uno de esos centros comerciales de capital gringo o qué sé yo, fue sentir cómo te quitaban gran parte de tus recuerdos, y alguna vez cuando le cuentes a alguien de esto, correrás el riego de que te pregunte:
¿Ya salió en DVD?
A eso nos redujeron los sueños: a
un
maldito
disco
plateado.