Y quién querrá velar y quedarse hasta que amanezca, sea dos y estemos ahí justo donde queríamos estar.
No todo ocurre en septiembre, ese suave mes. Ayer expiró y, no obstante, resplandece la estola de las fiestas patrias, campanas gigantes retumban en brillos frente a Catedral y Palacio-Mayor. Calles tibias e interminables hilaras por doquier: para entrar-salir, pasear, cruz zar, morder, gastar, Lautrec entretenerse.
Vallas metálicas reposan en las paredes, ya no están ahí erguidas en la plancha usualmente cercada. La víspera indica que el circo es primero. Así es, como en el 68, el show es ininterrumpido, nada lo detendrá, los olímpicos han de ser impostergables aquí y en todo lugar, no hubo gaitero al caer el sol, el reino aún estaba unido y Syd Barrett irradiaba ácido lisérgico al sudar. Hace poco cambiaron el suelo de la Plaza de las Tres Culturas, se extrajo la sangre, ahora la ex torre de Relaciones Internacionales se roza al anochecer pero, por el momento, todavía es de día.
Aún si no fuera a estar “Pink Floyd” esto, el epicentro de la Vieja Nueva España, también sería un hervidero de gente. Es sábado y nadie por aquí ve indebido hacer fuego ni encender lumbres. Peatones arremolinados en Madero, estatuas humanas y botargas tendientes me desvían a 5 de mayo, su paralela. En los bufetes chinos a reventar la grasa traspasa paredes y la duda de que el cocinero sea mongol nunca está ausente. Las banderas que cuelgan de los balcones no están al revés ni pretenden desacato alguno.
El poder de convocatoria no se desborda todavía. Deseos de implantarse en vela agitan los pasos. La entrada en este punto cardinal es por 16 de septiembre; antes feliz cumpleaños, míster president. La previsible inspección provoca sudores, se difundió que si no se portaba un gafete que especificase aspectos tales como el tipo de sangre, no se podría acceder a la Plaza de la Constitución pero no es así, la gente pasa sin mayor impedimento, todo fluye ya no es 16 de septiembre, se arriba al Zócalo.
Un picnic se extiende, miles reposan ahí la comida rápida recién embutida; los brindis son discretos, hay mantas, muchos se asolean. Ni ha pasado ni volverá a pasar, Waters, cuchichean algunos de los presentes, será declarado con prontitud persona non gratta. Música retumba y al rugir de las campanas, esas que no son un ornamento, el tiempo se acorta, llegan más personas, ahora caminar se hace más difícil, los echados no mueven ni un dedo, apartan plaza.
El escenario da la espalda a catedral, no hay pruebas de sonido. Un cerdo globo se mese en el aire, las chimeneas hechizas semejan la portada de “Animals”. Bocinas chillantes indican que no cabe ya ningún alfiler pero apenas pasan minutos y tras empujones y pequeñas rencillas los ánimos se apaciguan y varios ríos de cientos de gente entran una y otra vez. Sí vamos a caber en el infierno, dicen. Los olores emanan sin disimulo, algunos comensales se asoman desde los restaurantes circundantes, otras personas con disimulo demuestran que tener acceso a una oficina de gobierno fue su pase vip, en tanto unos cuantos, se trepan a miradores menos elevados, los puestos de periódicos son quioscos aéreos, la espera parece alargarse, no es hora todavía.
Un intro infinito desconcierta, los minutos se suman, Roger Waters no ha salido y la otrora Tenochtitlan se empapa, llueve tupido, aguas. El magnífico se asoma al escenario, ejecuta una y otras vez un vivo espectáculo no dado en Pompeya, aquí no hay lava. Canta a momentos, luego sólo bajea. Toma la palabra, lee, sentencia, muestra en pantalla el veredicto que ya esperábamos ver. El tracklist se acaba, nadie acampará, los tumultos se vuelvan a las salidas imposibles. No llueve más, el metropolitano correrá veloz y esta noche su servicio se alargará.