Contradicciones

Creíamos en la Revolución cubana y en el sandinismo. Hablábamos del 68 por lo que decían amigos un poco mayores. Queríamos destruir todos los mitos de que tuviéramos noticia y conciencia. Empezando por el del ordenado mundo heredado de nuestros padres. No sabíamos que participábamos de otros mitos: la ilustración triunfante sobre la ignorancia y la superstición, la victoria del pueblo en armas sobre la injusticia del imperialismo yanqui. Lo hemos visto y aceptado a medida que se ha hecho evidente la momificación de la revolución cubana y, más recientemente, la disecación del régimen orteguista. Lo que ocurre en nuestro interior −ahí ubica la topología intelectual y anímica lo que pensamos y sentimos−, palinodia o desengaño, puede o no corresponder con lo que sucede en el exterior −terreno de las relaciones públicas y los hechos sociales−, pero le da o le quita significación y sentido a esas relaciones y hechos.

En aquellos tiempos heroicos de la segunda mitad de los setenta, la desmitificación alcanzaba todos los ámbitos de la existencia. Recuerdo que una compañera del taller literario de San Luis Potosí, al que acudía becado por la Casa de la Cultura de Aguascalientes, me invitó a comer en su casa. Nuestros orígenes sonorenses propiciaron una amistad espontánea. No puedo decir que me ahorré el dinero que llevaba para comidas porque tenía que justificarlo con notas de consumo o devolverlo. Y desconocía las prácticas fraudulentas de pedir notas en blanco para llenarlas con números irreales. No el concepto matemático, sino una cifra inventada para quedarme con el recurso, el cual volvía a las arcas institucionales. En mi ingenuidad, regresaba lo que no había gastado, lo que seguramente contribuía para recibir de nuevo ese apoyo en la siguiente ocasión.

Y así como no pensaba en embolsarme aquellas monedas, tampoco me cuidaba de seguir ciertas conductas, movidas desde la oscuridad de lo inconsciente. Eso pese a que mi amiga y yo hablábamos de desacuerdos con nuestra herencia cultural, particularmente en lo que se refiere al papel de las mujeres, desde el canal de la desmitificación y la igualdad de género. En aquel tiempo todavía se hablaba de sexos. Cuando volvíamos al taller literario, después de degustar un menú confeccionado con más voluntad que ingredientes auténticamente sonorenses −lo que no le restó méritos gastronómicos ni menoscabó mi agradecimiento a la anfitriona−, abordamos un camión urbano que nos dejaría enfrente de la Casa de la Cultura de San Luis Potosí. Entonces, sin pensarlo dije: Después de ti. Y ella me dijo, medio en broma y medio en reproche: ¡No me devalúes! De inmediato comprendí que me había comportado como un machín ante una hembra, creyendo actuar cortésmente, así que simplemente sonreí a manera de disculpa y abordamos el transporte.

El incidente no afectó nuestra amistad. Pero me hizo caer en la cuenta de que no basta con declararse en contra o a favor de tal o cual idea o creencia para acabar con ella. Después, gracias a mis amigos historiadores y sociólogos leí sobre las mentalidades y su importancia en la historia de los pueblos, pero tendría que pasar tiempo para asimilar el peso de esos planteamientos. Conocí entonces a otras mujeres que hablaban de equidad, ahora sí de género, cuestionando las tan profundamente arraigadas tradiciones machistas. Una de dichas amigas conducía un programa en Radio Universidad de Aguascalientes y tuvo la feliz idea de invitarme para una entrevista. No recuerdo las palabras exactas de la conversación, pero giraban en torno de la libertad sexual; así que respondí con el entusiasmo de quien la ejercía y disfrutaba sin remordimientos y a veces sin escrúpulos. 

Estaba por terminar la transmisión en vivo y yo me sentía contento con lo que había declarado, cuando mi anfitriona empezó a leer los mensajes del auditorio, mayormente mujeres. Una de ellas dijo que no me consideraba el más adecuado para hablar de la equidad de género, sin dar argumentos que sustentaran su opinión, ni decir si lo decía por lo que yo había dicho o si me conocía lo suficiente para votar con su pulgar hacia abajo. Respondí agradeciendo la sinceridad de su opinión y expresando mi deseo de que esa persona tuviera lo necesario para corresponder a la calidad del programa, que merecía la mejor de las audiencias, aunque invitados como yo no cubrieran sus expectativas. O algo así.

Luego llegaron el año dos mil y el 2012 y no se acabó el mundo. Más bien terminó el tiempo para mis amigos y amigas de juventud. Del afán desmitificador quedan arduas lecturas, experiencias aleccionadoras y la necesidad de creer en algo más que lo evidente. Y justo en la celebración guadalupana me asaltan las interpretaciones que asocian esta tradición con el machismo. Y digo que si no tuviera fe ya hubiera sucumbido ante mis propias contradicciones.