Condenas (cuento para una navidad perdida)

Nadie conoce el horror de haberse despedido por siempre del amor si Alejandra no le dijo a usted adiós en un abrazo. Es esa una sensación extraña como de pecho apretado y sonrisa cabizbaja. Tal vez tú no entiendas cuánta esperanza carga Alejandra en su mirada calma.

Serían las tres de la tarde y desde el otro lado de la ventana del aparador, le pareció verla otra vez. Oh, Alejandra, tu nombre retumba como un trueno suave. Luz renacida, hálito de fe renovada. De nuevo, su sonrisa enorme y la paz recobrada hacia el asombro lo invadían como un mar agitado de tanto venir e ir. La sal del día perdido podía limpiarse ahora y más aún en ese día de sudor pegajoso en la piel. Allá afuera la muerte pero en ese reciente espacio de brizna, rumor de pronto de ola por la madrugada.

Toda la confianza en sus astros, empezó a envolverlo. Solo por verla, recobraba cada pedazo de tranquilidad, diminutos zapatos, libros, ojos antes tirados en el mundo como simples pedazos de papel. Se había dicho: “nunca más tu nombre, Alejandra”. Imposible.

La última vez que se vieron, ella lo envolvió en la seda de un abrazo bien apretado. Cálida hermosura. Ante los dioses felices pero en silencio cómplice se prometieron solo el volverse a encontrar y nunca se mencionó palabra alguna sobre eternos amores. Diez años bastarían, quizá. Paciencia es el pie izquierdo del amor.

“Bravo es el mar del tiempo, amargas sus desventuras. No sirve el amor a la distancia mas sí la memoria de este abrazo que te despide tiernamente”, pensó El Hombre después de haber recorrido la espalda de Rulfo. No sé cómo llegó por acá, si les soy sincero.

Bajo el barco de sus conquistas, aún en la locura, ella estaría para él. Lo sabía. Discutieron sobre ello.

Sin embargo, él, con una mínima risa contenida, juró fe verdadera, entre marítimas sogas, cantos de locura por doquier, pidió una mujer que no pudiera desquiciarlo. No fue motivo de gracia para ella.

Pero se cumplió el decenio y él ya estaba en tierra firme. En ese mall de rancho. Tras esos cristales, escogía una camisa para lucirla en el trabajo. Entonces, volvió. Ese sonido horrendo regresó a sus oídos. Címbalo en el tímpano, mudo para los demás; la locura, para él, como estruendo interior. Corrió y rompió los cristales. Cayó al suelo, sangrante. La visión, entonces, estaba para él casi nula. Intentó levantarse.

Algunas personas quisieron ayudarlo.

“No más”, pensó en un breve resquicio de claridad. Y corrió como alma endemoniada al lado opuesto de Alejandra.

Cuentan algunas vendedoras de camisas que El Ciego en su carrera neurótica llegó adentro de un refresco inflable, gigantesco como el horror, casi sin darse cuenta.

Brincó allí y tropezaba.

Cuando fue feliz en la separación, recuerda todavía, El Oráculo le había revelado también que solo una botella de enormidad semejante a su dolor depresivo podría librarlo de su dolor, mas no de su condena. Aquella vez no entendió maldita cosa.

Sintió una mano gruesa, llena de callos, envuelta en pecados y escupitajos, que lo levantó a él y a la botella, que poco a poco, comenzó a cristalizarse.

Pidió auxilio y su voz era agudísima como un chillido canino.

Clamó a los cielos el perdón del abandono. Perdió el movimiento, después la voz, sí el hambre y la sed, completamente la vista, nunca la memoria.

Ahora, si usted visita el mall del que le hablo, vaya al norte de esta podrida ciudad, consumida hoy por el narcotráfico y encontrará en una tienda de ropa para caballeros, probablemente un joven sin interés por el tiempo y los clientes lo atenderá y verás una botella y un Hombrecito dentro. Dice la leyenda: “rómpase con cuidado”.

Ningún ser humano se ha atrevido hasta ahora a quitarle esa hermosa quietud al Hombrecito, que es tema de conversaciones amenas entre los clientes y las recepcionistas, personas amables que sonríen bastante.