Miente quien dice que escribe libros. Se escriben cuentos, novelas y poemas; casi siempre los firma un solo autor. Algunos ensayos tienen varios autores. Los libros, en cambio, nacen como resultado de un trabajo colectivo. Los escritores aportan la materia prima con que los editores los producen. Un libro cumple su función cuando alguien lo lee. Por eso cabe incluir a libreros y lectores entre los artífices de esos seres particularmente complejos, sin los cuales no podemos vivir, a los que llamamos libros.
Así, se puede entender un libro como el resultado provisional de un proceso que supuestamente comienza con un escritor y termina con los lectores, pasando por editores y promotores. El proceso siempre está abierto a nuevas interpretaciones, especialmente en el caso de la escritura literaria, donde nunca hay conclusiones definitivas. Y el mercado puede ocasionar comportamientos singulares, igual que la gravedad en el espacio-tiempo, promoviendo cierto tipo de obras y relegando otras.
Como resultado, tenemos un proceso interminable, en el que siguen apareciendo nuevos libros, pues no basta con los ya existentes. Tal situación garantiza el número, no la calidad de los impresos, aunque hay medidas para reducir los riesgos de hacer un libro. Grandes clásicos aparecieron por primera vez plagados de erratas, como Paradiso de Lezama Lima, haciendo más ardua la ya difícil lectura de su obra maestra. Requirió el trabajo de críticos especializados para editarla.
Pese a estas y otras contingencias, pienso que vale la pena publicar un libro, sobre todo si lo escribió un amigo y me invitó a colaborar como corrector de estilo. Mucho se ha dicho sobre el trabajo de este lector obsesivo. Un ensayo reciente y muy ameno, Invisibles. Reflexiones sobre la corrección de estilo (Ayala, 2021, UAA, https://editorial.uaa.mx/docs/invisibles.pdf), menciona entre muchas otras cosas la aparición en la industria editorial del beta reader o pre-lector, un corrector que interviene en la elaboración del texto. Y más adelante cita a Roger Chartier: “Los autores no escriben libros, escriben textos, que son convertidos en libros por los editores”. Y le reprocha la omisión del corrector de estilo, responsable en buena medida de la metamorfosis textual, literalmente desde sus entrañas. El ensayo, salpicado de anécdotas sobre escritores con mala ortografía y bañado en erudición sobre la labor de hacer libros, muestra ágilmente la importancia de esa figura tan provechosamente explotada por la industria editorial. Un platillo muy especial para lectores amantes de la historia de la cultura.
El libro que corregí se titula Seguiré sus pasos (Bernal Ediciones, 2022) y su autor se llama Amaury Lopezvillafuerte. El resultado del trabajo corre tres tipos de riesgos: editoriales, de escritura y de lectura. Nada fuera de lo normal pero que conviene precisar en relación con los retos que representan.
Entre los riesgos editoriales, concretamente, asume los de la autoedición. Procurando evitarlos, el escritor buscó un corrector de estilo y me encontró; nunca le pregunté si vio a otros. Intervine lo menos posible, respetando al máximo lo que consideré la propuesta narrativa de Amaury. Como sucede normalmente, hubo un intercambio de opiniones, pero el presupuesto y el tiempo impidieron alargar más la revisión. Aun el editor más cuidadoso espera erratas; Ayala menciona su persistencia; pido al lector se abstenga de buscarlas. Y de encontrarlas, considerarlas como las huellas del artesano, conservadas pese a los adelantos tecnológicos. Y atender otros costados del libro.
Los riesgos de lectura se refieren a las interpretaciones que puede tener el relato. El fracaso del amor constituye uno de los temas inmortales en las letras occidentales. Vista desde fuera, la historia parece absurda; precisamente como sucede en las relaciones amorosas. Se hacen locuras y se dicen barbaridades por conservarlas. Más cuando se pierden. La voz narradora tiene destinatario: la mujer aludida en el título; a ella le cuenta su cuento. Menciona lo precario de su propio modo de vida, errante como su discurso entre retazos de memoria, incompleto como lo que pueda decir para ponerle palabras a su agitación interna.
Los riesgos de escritura aluden precisamente al desarrollo del flujo de la conciencia de la voz narradora, una conciencia rota por el dolor de la pérdida, según lo expresa la ruptura de la linealidad temporal y de la continuidad espacial. El dolor como ingrediente básico de la experiencia. La fragmentación como condición del yo individual sometido por las convenciones sociales. Pero los fragmentos de tiempo no forman una secuencia ordenada, sino un mosaico de escenas en busca de sentido, que se encuentra entre los fragmentos y no en ellos.
En resumen, el reto consiste en atrapar al lector en el flujo entrecortado de una conciencia herida, privilegiando la manera de contar sobre lo contado, como una forma de superar el sentido trágico de la historia.
Y así este libro reciente invita al lector a participar activamente para completarlo.