Relato «Claveles y napalm» por Alonso Guzmán

Perdóname, viejo amor, que el nuevo me parezca el primero.

Wislawa Szymborska

 

1

Un día una mujer me amenazó con un cuchillo. Al fondo sonaba Bowie y cantaba del espacio. Pensé en una nave nodriza. En ninguna estrella. Entonces recuerdo que ella lloraba. Grité y se lanzó contra mí. Caí sobre la mesa y me levanté de un brinco. Los dos dimos, al mismo tiempo, el mismo alarido: “la coca” y la buscamos entre los envases de cerveza. Bowie cantaba sobre el espacio exterior y los dos gateábamos y nos metíamos el polvo regado en el suelo en una especie de comunión extraterreste, furiosos y chispeantes, algo así como el amor.

 

2

No interesaba su embarazo. Apenas se metía el sol y quería seguir bebiendo. Se puso frente a la puerta y me dijo que no saldría más. Rompí la botella de whisky en un aprendido y patético arranque dramático. En algún lugar de la selva de Uganda un gorila preñaba a la más joven de la camada. La tomaba por la cabeza y la penetraba con furia. Los testículos del gorila son más pequeños que los nuestros. Caminé por la sala, la atravesé con los ojos en algún lugar de África o de Central Park. La tomé por el cuello. Las pecas de su rostro se iluminaron de un rojo tridimensional. No soy tan hijo de puta, no lo soy, me repetí. Me encerré en la habitación. En algún lugar de Uganda un gorila se acurrucó entre la hierba.

 

3

Llegó a golpearme. No la culpo. Rompió mis lentes. Eran unos buenos lentes. Los usaba Elvis Costello. Palaniuk dijo que los agentes de la CIA los traían repletos de cianuro. Cuando los atrapaban, ¡bang! Una mordida a la punta de la pata y morían al instante. Me dio un buen golpe, el suficiente para que se partieran en dos. Estábamos en un pasillo repleto de bicicletas. Estambul, no sé, algo así. Le di una patada en el estómago y la aventé. Los colores de las bicicletas estallaron ante mis ojos. Cayeron revolcadas, líquidas. Comenzó a llorar. Me hinqué a llorar. Mordí las puntas de mis Ray Ban.

 

4

Tuvimos sexo con otro hombre. Hice que la tocara. Lo hizo. Le metió los dedos. La cocaína es mi criptonita sexual, lo escribo así “criptonita sexual”. Me calienta pero no funciona. Algo como el sol en ciertas playas de baja california. En playa Las tortugas, el sol enorme lamiendo la espalda rugosa de la arena, el frío del pacífico, algo no funciona bien por ahí. Nos divertimos. Ella sonrió distinto, lo tomó de la mano. Se río de sus gracias. Tuvieron sexo. Yo bebía mientras los veía coger. La impotencia. El sol sobre Todos Santos. Le di una patada mientras él la penetraba. Se río, se carcajeo. Me reí, el otro hombre se río aún con la erección. “Cada pareja es distinta” dijo el otro zoquete. Algo no funciona bien por aquí, dije. Nos reímos.

 

5

La saqué de la casa a patadas. No había llegado a casa. Se quedó llorando a mitad de la noche. Se durmió sobre la ropa. Me quedé dormido al otro lado de la puerta. Me despertaron los golpes en la puerta. Había soñado que un robot gigante metía uno de sus misiles por mi trasero y lo hacía explotar. Sentía el olor de Napalm, o lo que mierda sea eso, en la nariz. Me levanté y abrí. Me recibió una buena patada en los huevos. Era su ex pareja. Lo había dejado por mí. Vaya broma, me dijo después. Apenas pude defenderme. Los vi marcharse. Al parecer, llegaron a la casa de él. Se besaron. La perdonó. Fueron felices un tiempo. Tenían buen sexo, me dijo. “Fui un estúpido”, le dije meses después y le platiqué mi sueño del robot y el olor. “Tus locuras mi amor”, me dijo mientras me abrazaba y juraba que lo había olvidado. Ella olía a claveles y Napalm, como huele el amor, supongo.

 

6

Una chica bebía conmigo y los otros. Mi mujer dormía en nuestra habitación. Quería follar. Le dije que no. Mi mujer… mi casa… esas cosas. Se puso a llorar. Dijo que nadie la quería. ¡Hey! Le dije, no digas eso. La besé. Mi mujer dormía. Nos metimos al baño. Afuera cantaban una canción de Morrisey. Me la chupó y cogimos. Su trasero era un continente primitivo. Traté de no hacer ruido. Salimos y la fiesta siguió. Mi mujer despertó para seguir bebiendo. Llegó más gente. Llegó el dealer. Platicamos como gente adulta, entre todos, de cosas políticas, de literatura, qué se yo. Al final, destrozados y solos, mi mujer me acarició el rostro y me dijo que le había excitado escucharme jadear mientras penetraba a la otra. Tranquila, nena, dije, el amor no tiene que ser una canción de Morrisey. Me escupió y se quedó dormida.

 

7

El amor no tiene que ser una canción de Morrisey, dije.