Cual mono trepó al vehículo colectivo en movimiento y de un par de brincos llegó al respaldo del chofer agradeciéndole la oportunidad de subir, aunque de habérsela negado habría sido muy tarde porque ya estaba acomodado y listo para empezar el recital. No recuerdo lo que dijo solo recuerdo se autodenominó músico.
Haló la humilde cinta que detenía su mayor tesoro a su cuello y mencionó algo del Reggae, allí fue cuando me captó, lo normal era una ranchera, regional o cumbia, pero ¿reggae? Descubrí un veinteañero en los huesos, sonriente, con un estilo entre indi o hippie, no podría definirlo bien, y vi una vieja artista maltrecha con estrías de vida musical, llena de adhesivos del yin y el yang, el Chavo del Ocho, una conejita Play Boy, severos raspones, remiendos, desgastes, decoloración, pero dignamente lustrada y con las cuerdas completas. La perfecta compañera para aquel muchacho que lucía igual de cansado y vivido.
Comenzó entonces el concierto del colectivo. Estoy segura que la mayoría de su clientela cautiva no tienen contacto frecuente con el estilo musical, pero al ser tan raro el espectáculo, inevitablemente tuvieron, tuvimos, que voltear a ver al extraño; casi podría jurar que vi varios arcoíris emanar de él, un par de mariposas, positivismo en raciones descomunales y confianza al por mayor. Ínvida de su valentía me dejé atrapar por el artista y su añeja compañera; la rima muy buena, mejor que la de muchos que han invertido millones en discografías insípidas, era cuerda y percusión a la vez, el ritmo llevado por un toquecito a la caja de madera antes del rasgar notas.
No falló ni una vez ni siquiera en los baches ni cuando casi chocamos con otro colectivo dirigido por un ejemplar igual de imprudente que nuestro conductor. Cada golpecito horadaba la superficie de la guitarra, pero le imprimía un estilo propio, cada desgarro de voz atraía y confesaba las horas sin pausa de usar la voz.
La letra era dedicada al Dios de sus anhelos, me atrevería decir que ese Dios fue usado como objeto mercantil solo para ser más aceptado, porque el muchacho facha de creyente no tenía, “motero” le podrían haber gritado en cualquier esquina, grifo, sí, pero con habilidad de hacernos mover la cabeza al compás de su música.
Poco me importó la catequesis si se me impartía con aquella vibra reggae, mi ser secular obvió ese detalle y solo seguí, con un pie, el ritmo repetitivo de las notas que se apoderaron de mí.
El muchacho pasó a recoger su propina y consiguió efectivo para moverse un poco más, el aplauso faltó, dos palmadas di entre mis manos y su ser interno parece haberse alimentado con esos conatos de aplausos porque sonrió y siguió recolectando el fruto de su show.
Por un momento lamenté su situación, pero al comprenderlo más libre que yo, desahogado, relajado y en plena realización, me desacartoné y me sentí feliz por él. Valiente muchacho ¡mira que vivir del arte de camión en camión!
Corrió por todos los asientos, sonrisa aquí, sonrisa allá y de otro brinco salió expulsado de su concierto. Desapareció en una esquina. Mi parada quedaba un bloque después y ya habiendo olvidado el momento, bajé de la maraca gigante y seguí mi camino, al levantar la vista lo vi nuevamente, corriendo y toreando otro camión. Allá iba el artista, recogiendo monedas, deseando aplausos, llevando a cuestas el reggae.
¡A cuántos nos falta valentía para cargar nuestros sueños!, ¡cuántos de nosotros pensamos que lo que este artista va cargando es el fracaso!, ¿qué definimos por fracaso? No se trata de que todos hoy mismo salgamos a cantar en las combis o los camiones, se trata de viajar ligeros, no de comprar más y vivir para trabajar, sino de seguir los sueños, de necesitar menos.