América: El fin del eterno bucle kafkiano

Una noche en la que estaba sentado frente al ordenador con las ideas de un par de cuentos en la cabeza fui incapaz de teclear una sola palabra. Jugué un rato con la barra espaciadora pensando: “dejaré un interlineado perfecto para el título y luego empezaré a escribir”. Cuando acepté mi lívida frustración era ya casi medianoche; salí al jardín a tomar algo de aire, vi a los perros dormir y uno de ellos temblaba de pánico: seguramente tenía la pesadilla de intentar ser escritor.

Fui al cuarto donde tengo a mis libros recluidos para que mis sueños no se escapen. Observé el casi cósmico desorden y me senté entre ellos a rebuscar a alguno que haya sufrido la impaciencia del tiempo sin ser leído. Encontré entre la Divida Comedia y La patria del criollo una novela que me miraba con un llano desprecio hacia mi naturaleza olvidadiza: América, de Franz Kafka.

Terminé el primer capítulo y sentí que mi cuerpo era recorrido por una sensación expedita y absurda: estaba leyendo una novela de Kafka, sin Kafka en ella. A pesar de la somnolencia y el letargo que genera el desvelo continué leyendo. Le tomé rápidamente cariño al personaje de Karl Rossmann, sentimiento que nunca pude desarrollar con José K. o Gregor Samsa.

El diluvio de carisma y rebeldía que destilaban esas páginas nunca lo había sentido en ninguna otra novela. El turbulento Kafka cobra vida en la novela cuando Karl es desconocido por su tío, ese impecable estilo para describir una tragedia inverosímil se asoma hasta sentirlo bajo la piel, entre los huesos.

Llegadas casi las tres de la mañana, ni mis ojos cansados ni mi miopía insufrible me hicieron frenar la lectura. Era la primera vez que llegué a considerar a Kafka un narrador, un escritor que, con el ímpetu bestial del hombre, busca vivir a cualquier costo. La novela se expande con la misma violencia elíptica que se encuentra en El Castillo, La Metamorfosis o En la Colonia Penitenciaria, sin embargo, no es el titánico bucle interminable de una historia sin sentido donde sus personajes no buscan nada, solo existen y sucumben a su condición ficticia para nunca llegar a nacer. En América Kafka buscó complementarse en Karl: le dio su timidez e inseguridad, pero le dio un aullido de una escatológica rebeldía.

La luz solar se iba asomando por la ventana semiabierta, mis ojos ardían por la ira de los sueños abortados y la novela poco a poco se perfilaba hacia el fin. Las tribulaciones de Karl Rossmann llegan a dormitar en el último capítulo: Karl consigue un trabajo por mérito de su astucia, se reencuentra con una amiga de la infancia y se hermana con Giacomo, un antiguo compañero de trabajo.

El final del capítulo deja una bella escena: Karl se sienta en la ventana de un tren que tardará dos días en llegar a su destino, a su lado tiene a Giacomo y juntos se embarcan a una nueva aventura. Después de las últimas líneas solo se encuentra una página en blanco que desborda un diluvio de nostalgia.

En el prólogo, en Wikipedia y cualquier sitio que escupa el buscador de Google se declara a América como una novela inconclusa. Son muchos los personajes que no llegaron a nacer y el sentimiento de ansiedad es demasiado grande para que se le llegue a considerar un final abierto. Sin embargo, en esta novela se conoce al Kafka que avanza, que lucha. No es el mismo escritor que representó a lo peor de su tiempo sublimándolo en su literatura y en su sangre. Kafka se vio a si mismo dentro del tren, un tren repleto de aventura, de misterio, de camaradería, de traiciones y lujurias, un tren cargado de cosas humanas, pero sobre todo un tren que borboteaba en esperanza.

Kafka no terminó la novela por falta de habilidad o exceso de pereza; la novela acabó donde parecía hermoso que terminara: en el principio de una nueva historia que contar, con cabos sueltos, con absurdos, con incoherencias. La novela terminó donde todo es más humano, donde acabó el periplo de Kafka a través de un eterno y sombrío bucle.