En el teatro convencional, los actores están arriba (en el escenario), y los espectadores, abajo (en el patio de butacas). La SALA INMA RDGZ coloca el patio de butacas sobre una tarima y a los actores a ras de suelo. El espectador se siente entonces como si estuviera en un anfiteatro. Si a eso le añadimos que la sala es pequeña (no más de cuarenta espectadores), el resultado es un teatro de cámara íntimo.
Un teatro que casi sientes encima. O debajo. La trama está a pocos metros, de alguna forma estás involucrado, no puedes pensar en otra cosa que no sea la historia que te están contando, pues —casi literalmente— estás dentro de esa historia.
Un gran espectáculo el que nos han ofrecido Loli Abad, Beatriz Surroca, Trini Fernández, Candela Herrero, Mery Camino, Vicent Avellá, Paco Cavas, Hugo Renaerts y Greta Liegeois. La obra, una versión del Agosto de Tracy Letts, donde los actores trabajan en equipo pero también individualmente.
Magistral el arranque, esa comida tras un sepelio que dejará al descubierto todas las miserias familiares imaginables. Magistrales después las interpretaciones individuales. Y magistral también la dirección a cargo de Inma Rodríguez. Ni siquiera a la música y a los efectos especiales se les puede poner un pero, pues lo que este modesto grupo ha conseguido con tan pocos medios es cosa de artistas.
Nada tienen que envidiar estos artistas, desde luego, a esos otros que llenan los grandes teatros, a los famosos, me refiero, que cuentan además con una tramoya considerable y todo el tiempo del mundo para ensayar. Para mí, son igual de buenos, todos ellos, e incluso mejores, pues consiguen lo mismo sin ser profesionales, sin cobrar.
Nueve artistas y su directora. Cuarenta espectadores expectantes. La obra va a comenzar. Ya antes se nos ha avisado: la familia viene de un sepelio y está destrozada. Nos piden, pues, que guardemos silencio, que entremos de puntillas, que nos sentemos sin hacer ruido.
Un funeral. La obligada comida para reponer fuerzas. Las cosas de una familia que, como casi todas, no se conoce. Una familia de esas donde sus miembros se ven en los bautizos, comuniones, bodas y entierros. Una familia típica de las que «cuando más lejos, mejor». Pero que hoy, al completo, está sentada a la mesa. Y así la he visto yo, una familia que, aun siendo de ficción, parecía real, y me sentí intruso mientras hablaban de sus cosas.
Dije antes que, debido a nuestra posición y a lo reducido de la sala, los espectadores estábamos dentro de la historia, y ciertamente así era, pero estábamos dentro en calidad de mirones. Esa es la sensación. Y hay que interpretar muy bien para que el espectador se sienta como un voyerista. Un mirón avergonzado que, sin embargo, está disfrutando de lo lindo.
Mucho talento que se vio recompensado con la sala llena, aplausos hasta el agotamiento y felicitaciones en la corta distancia.