A propósito de las Islas Marías

Lo primero que aparece al abrir el portal Visitalasislasmarías.com es un tremendo descuento del 50 por ciento durante junio, en el transporte marítimo. Luego otro de hasta 30 por ciento por vacaciones de verano. Al cerrar las ads, lleva directo a los paquetes disponibles. Durante diciembre, un titular anunciaba la realización del sueño presidencial: a partir del 21 de diciembre iniciaron los tours a las Islas Marías, con paquetes desde cinco mil 500 a ocho mil pesos.

Con ello, como lo anunciaría el Presidente, se anticipaba “algo excepcional, extraordinario”; un nuevo gran espacio turístico para grandes y chicos, conociendo la historia de la isla así como los bellos paisajes que ofrece el territorio nacional. A diferencia del protocolo actual y el no tan amplio boom isleño que esperaba López Obrador, yo conocí las Islas Marías en circunstancias diferentes.

Me gusta decir que en 2021 estuve en la cárcel por andar de bohemia y creerme escritora. Que de allá recuerdo los horarios rigurosos de comida entregada por las autoridades al mando. Recordar la lucha entre mis compañeros por la última taza de café o el sufrimiento por tanto mosquito.

Ahora, medio año después de la esperada apertura de AMLO de tal patrimonio al sector turístico (quien llevaba queriendo explotar la región desde que subió a la presidencia),  y a pocas semanas de mi aniversario isleño, vuelve a mí el recuerdo de ese julio, cuando residí en la antigua cárcel conocida como el Infierno del Pacífico, y de cómo terminé en tal encierro voluntario sólo porque una noche decidí enviar mi solicitud a una estancia literaria.

Quisiera afirmar que conocí a la isla María Madre lo suficiente como para percibir -como otras personas- la esencia de aquel centro penitenciario de máxima seguridad, pero no nos transportaron a muchas áreas; mi vida fue Puerto Balleto, a la otra orilla del edificio más representativo, pero cuyas edificaciones en torno al embarcadero siempre nos remitían a aquella época de infierno viviente.

Llegar a la isla requirió casi 24 horas de viaje: salir de Tijuana a Mazatlán, y ahí esperar la hora del embarque con la Secretaría de Marina, único transporte oficial cada tantas semanas para ingresar o salir del espacio marítimo. O así era hasta diciembre, cuando se aperturaron tres rutas posibles, una desde Mazatlán y las otras desde San Blas, dependiendo del presupuesto y tiempo, con trayectos que ya no duran las casi ocho horas que duramos todos los anteriores.

Quiero pensar que sin importar las diferencias y el acondicionamiento que se aleja de lo “eco”, continúa en ese ambiente una especie de paz en vivir aislada del mundo, incluso si ahora ya hay posibilidad de contacto digital; a diferencia de aquel verano de 2021 donde el requisito indispensable para la estancia –y por las condiciones tecnológicas- era la desconexión virtual, para convivir con otras 26 personas, cuya escritura se alternó en rutinas de charlas con nuestros talleristas, horas de convivencia y no soltar la pluma en una casa que justo fue la última residencia de la Suprema Corte de Justicia, a la derecha de una antigua capilla y un IMSS abandonado abruptamente en 2019, tras el cierre repentino de la cárcel insular.

En este clima descubrí el amor por el aire acondicionado de las habitaciones, la necesidad de reaplicarte el repelente de insectos o revisar zapatos, ropa y mochila antes de usarlos por si hubiese un pinacate o una viuda negra; así como lo mucho que puedo extrañar una isla tras volver al continente y a la vida tan conectada a distintas realidades, donde rápidamente olvidé los hábitos adquiridos en dos semanas, como trotar al amanecer, el cafecito en colectivo, esperar las noches de juego y los días de apertura de la única tienda en Puerto Balleto. Pero, sobre todo, admirar las estrellas, anteriormente invisibles en zonas urbanas, o tener de acompañante musical la cadencia de las olas.

Uno de los últimos residentes antiguos de la isla nos comentó a los jóvenes escritores su pesar y coraje por lo que estaba haciéndose en la isla en pro de un ecoturismo falso, donde, por ejemplo, se colocaban caminos de grava por la calzada principal, sin ser conscientes que ésta no era adecuada para los terrenos y que cada mañana había de barrerse y reacomodarse; o que a pesar de las promesas de no dañar el mediambiente, ya se estaba anticipando la construcción de varios hoteles y una muy tentadora cantina, por la misma empresa que detonó el daño a los manglares mexicanos.

Quiero pensar que la Isla María Madre y sus hermanas sobrevivirán al capitalismo y la explotación. Que continuarán siendo un paraíso inusual. Por el momento, las redes sociales muestran que son pocos los que se aventuran a las reservaciones de aquel nuevo portal, y quienes tramitan su paquete, realizan los recorridos según lo proyectado.

Quizás un día vuelva, ahora como turista o invitada a la boda ecofriendly de una de mis amigas literatas. Esperemos que sí.