A pesar de todo, siempre periodismo

Un delicioso universo informativo ha muerto y nace en el país y desde hace no tan poco tiempo ese gremio periodístico de mentes jóvenes y brillantísimas, con proyectos cibernéticos medianamente independientes, ajenos a la tinta del diario impreso, desinteresados ciertamente ya sea por la exclusión de sus jefes o por decisión propia, del género de opinión, comprada cada línea en los medios informativos de mayor reconocimiento en México.

Reportean como los dioses pero son ajenos a esas estupendas salas de redacción donde la neurosis, el ajetreo cotidiano, cigarros, café y a veces el alcohol formaban interesantísimas discusiones políticas y culturales, plagadas de gritos e insultos como de exacerbada inteligencia.

No ha fallecido el oficio del periodista pero sí sus hábitos y probablemente algún diario en un remoto o no lugar de este maldito y hermoso mundo inaugure pronto y formalmente la muerte de las salas de redacción.

Cuando los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein envejecidos volvieron al Washington Post cuarenta años después de entregarle al mundo la publicación de la investigación del escándalo de Watergate, la cual llevó al ex presidente de Estados Unidos Richard Nixon a la presentación de su renuncia el 8 de agosto de 1974, pues esos dos reporteros destaparon una red de espionaje político gubernamental al partido demócrata, sobornos y uso indebido de los recursos públicos, Bernstein observó a un Post silencioso, sin colillas de cigarro por doquier y un mínimo de llamadas telefónicas. Como si ante la presencia de un maduro autista, dijo: “Esto ha cambiado tanto”.

En la novela Los periodistas es precisamente Vicente Leñero quien recordó a ese mítico Excélsior de los años setenta y bajo la dirección del por siempre enorme Julio Scherer García, donde las oficinas del diario de la vida nacional estaban plagadas de constantes debates sobre la lógica interna del periódico, sus codeos con el poder y los anunciantes, o acerca de la imposibilidad de la eliminación de los chayotes gubernamentales a los reporteros atormentados por el hambre y sus bajos sueldos, o también la memoria de esa inclusión de las entonces promesas literarias mexicanas como Jorge Ibargüengoitia, o los elogios necesarios a la detonante lucidez de Miguel Ángel Granados Chapa, perfecto heredero de la escuela de Manuel Buendía, asesinado por la espalda en la Ciudad de México el 30 de mayo de 1984.

En Los periodistas, también pululan intelectuales de Excélsior tan importantes para la comprensión del México posmoderno como Carlos Monsiváis, renuente a las grillas y de una escritura tan lenta hasta el punto del abandono cotidiano pero no permanente de alguna colaboración para ese magnífico período del periodismo nacional de solo ocho años de vida.

Lamentablemente en México los temas primordiales para el periodismo de Occidente están todavía en la discusión de infantilismos como las posturas sobre la objetividad informativa o la predominante necesidad de la subjetividad reporteril, dilemas superados hace bastante en las escuelas europeas y su máximo exponente en castellano: El país.

Y observamos además a los medios masivos de comunicación en su tardía llegada a la fiesta del dilema de los medios informativos impresos y su forzosa inclusión en internet para verse obligados a la ruptura de sus propios criterios editoriales, estilísticos y de formato.

Arnoldo Burkholder explica en La red de los espejos el deceso del Excélsior de Scherer no solo por la traición alevosa de Regino Díaz Redondo, sino también por una cooperativa dividida desde el inicio de la gestión de don Julio, además de la crisis estudiantil de 1968, aunado al priísmo de Echeverría harto de críticas a su figura y su gabinete.

Sin embargo, el ejemplo de Scherer y su equipo sirvió para siempre a la historia del periodismo en México y dio inicio a empresas informativas críticas con el poder nacional como La Jornada, Proceso o el primer unomásuno.

Más allá de autismos creativos en las invisibles salas de redacción, de personajes cada vez más anónimos frente a su computadora, aprendiendo constantemente novedosas técnicas de hacking o jugándose la vida con la publicación de documentos que afectan directamente a la figura presidencial, las palabras del articulista de El País, Miguel Ángel Bastenier, son tan necesarias tanto para un medio informativo digital como para uno impreso: “Entre llenar y escribir un periódico hay tanta diferencia como entre un producto industrial o una artesanía”.

Investiguemos, entonces, que es bastante preciso.