Mi verdadero ángel guardián

A Leda 

Ricardo Esquer

Por más que la tenemos como destino, muchas veces pensamos en la muerte como si solamente alcanzara a los demás, sin saber por qué brinca a unos y elige a otros. Desde un punto de vista racional, suponemos que hay actividades y padecimientos que nos ponen en riesgo, sin importar la edad. Pero todos conocemos fumadores que duran mucho tiempo y deportistas que mueren temprano. Tampoco se trata de portarse bien o mal según tal o cual código, aunque a menudo sentimos que la huesuda prefiere a los buenos y desprecia a los malos, como si disfrutara segando vidas que dan luz y alegría.

Siguiendo con la postura racional, nos aplicamos en llevar minuciosos registros de sus causas, creyendo que esa información nos permite controlar las condiciones de nuestra existencia. En ese afán, olvidamos que nada puede explicar por qué seguimos vivos, ni los motivos de la muerte. Simplemente aceptamos el abrigo de la razón contra algo tan escandaloso. O el de la fe cuando la hemos adquirido o logramos conservarla. En ese caso, abandonamos la postura racional y nos entregamos a creencias en una vida ultraterrena, que casi siempre depende de lo que hemos hecho cuando estuvimos aquí. Severos jueces pondrán en una balanza tus acciones y tu alma, advierten los ministros religiosos, con lúgubre acento egipcio. Ya en estas, hay quienes dicen que regresamos, convenientemente desmemoriados de la existencia previa. Usted escoja.

En cualquier caso, incluso el de quienes resucitan de un paro cardíaco o despiertan de un estado de coma, hablar de los muertos compete únicamente a los vivos. Si usted mueve la güija o consulta a un nigromante, ejerciendo su derecho a creer que se comunica con un espíritu descarnado, todo sucede aquí y entre seres vivos. Seguimos viviendo en la memoria de quienes caminan y proyectan sombra sobre la tierra. Independientemente de cómo hayan fallecido y cómo se hayan comportado, palabras e imágenes, sonidos y objetos cubren la ausencia de quienes ya no están entre nosotros. Desde el velorio hasta el altar de muertos, pasando por anécdotas y chismes sobre el difunto, la memoria trabaja desde la cancha de los vivientes. Los otros están bajo los efectos de las aguas leteas.

En cambio, apegados a las reminiscencias, los tenemos presentes al llegar noviembre. En coloridos altares colocamos sus alimentos y bebidas preferidos, los cigarros que fumaban y sus retratos, de preferencia donde sonríen a la vida o cuando menos a la cámara. Nunca debe faltar el pan de muerto. Y si evocamos a un artista o un escritor, colocamos un instrumento musical o unos pinceles, zapatillas o libros. También ponemos la música que les gustaba escuchar. Y así les atribuimos apegos que los traen de regreso, invisibles mas nunca olvidados, desde donde creemos que se encuentran.

Luego pasa la fecha y la fiesta de la vida continúa. Cumplido nuestro deber, desmontamos el altar y nos repartimos las viandas de la evocación, hasta entonces intactas, para consumirlas. A esa hora ya hemos incorporado los gustos y necesidades propias al menú, tanto si padecemos alguna enfermedad que nos obligue a prescindir de ciertos alimentos, como si nos hemos vuelto vegetarianos. A diferencia de los difuntos, no podemos mantenernos solo con recuerdos y buenas intenciones, por más que contribuyan a pasar los tragos amargos y endulzar las alegrías. Pero eso no significa que de nada nos sirva rememorar a los seres queridos. 

Cuando una causa natural los arrebata de nuestro lado, nos resignamos más fácilmente a perderlos, considerando que su tiempo se agotó porque está en nuestra naturaleza llegar a ese punto. Los lloramos una temporada, agradecemos haber estado con ellos y seguimos adelante, fortalecidos con lo mejor de su compañía. Si nos lo arrancó una enfermedad larga y penosa, agradecemos el fin del suplicio, pero igualmente sufrimos por perderlos. 

En cambio, las muertes súbitas resultan difíciles de superar, sobre todo cuando se llevan a jóvenes. Y si a la injusticia de ver frustrada una trayectoria vital en ciernes se suma la de morir asesinado, como actualmente sucede en nuestro país, el sufrimiento se convierte rabia que no da paso a la resignación. Y la rabia en protesta contra la inutilidad de las autoridades que, en lugar de garantizar nuestra seguridad, rechazan las críticas y abrazan a los delincuentes. Y destruyen sistemas de salud, promueven energías sucias y ahorcan la investigación científica, favoreciendo el oscurantismo. Hasta un ciego termina por verlos como cómplices de la muerte, cobardes y mentirosos, ebrios de poder y de soberbia.

Podemos aceptar que moriremos, pero nada nos obliga a mantener en el poder a quienes nada hacen por protegernos. Personalmente, confío más en mi querida y fiel perrita Leda, que me cuida y acompaña como cuando estuvo aquí. Ahora sí como mi verdadero ángel guardián.